El viaje

Era una tarde de fin de semana de hace cuatro años. Una mesa, barajas y cuatro jugadores de cuarenta. Dos de ellos, ella y él, hacían un equipo. Solo bastaron una sonrisa, un triunfo y un par de diálogos espontáneos. “¿ Dónde estuviste todo este tiempo?”, soltó ella. “Por allí”, respondió él. Y sonrieron. El sábado siguiente, perfumado y con un montón de ases bajo la manga, fue de nuevo al barrio; pero ella no llegó. Ni ese, ni los días que vinieron después. Lo que parecía que iba a convertirse en un viaje emocionante, se le iba de las manos como caída y limpia. ¡ Ah! ¡ El cuarenta es tan imprevisible! Nada por qué lamentarse. No era la primera vez que le había tocado ser pasajero de un tren que no va a ningún lado; pero Internet es una perra despiadada. Ya había agregado a la chica a redes y no podía dejar de verla. “Los ‘ me gusta’ son indirectas. ¿ Sí sabes? ¿ No?”, le reprochaba en secreto. “Si no veo interés, entonces tampoco me interesa”, se decía; pero la había seguido tanto que, de proponérselo, podría escribir su biografía. La conocía. La había aprendido a conocer en silencio, como solo lo hacen los verdaderos amantes. La noche en la que la volvió a ver habían pasado cuatro años de aquella jugada mágica. Llegó a él como un cartero, con un abrazo de correspondencia, en la misma zona, con los mismos ojos brillantes, a propósito de una fiesta. Contacto visual de nuevo. No, no había pasado inadvertida su existencia. Ella, desde la pantalla lo seguía también, mucho más discreta, pero con mucho más intensidad. Se lo dijo después. La magia fluyó esta vez. Uno no falla dos veces de la misma forma. No la dejó ir. Y ahí están, montados en un tren, llevados por la causalidad, cautos ante sus propias realidades y sin certeza de qué es real y qué no. Quizás, como todos los viajes anteriores, este también acabe en ningún lado. O quizás no...

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