El medias largas

El alcalde llega a la oficina y encuentra allí al hombre que espera. Echa una última mirada afuera, a un lado, al otro. Todo bien. Cierra la puerta despacio, como queriendo no golpear al silencio que reina.

El alcalde se para al frente del que espera y sonríe. Le señala una mesa al centro de la oficina. El que espera está atento. Ha venido de lejos a cerrar un gran negocio. Camina, abre una silla, se sienta. Suena la puerta.

El alcalde abre. Estira la palma de la mano para señalar la mesa y hace una venia con la cabeza al invitado. Todo listo.

“Me perdonarán”, suelta el hombre que espera, que se ha parado otra vez para formalizar la reunión. Lleva las manos al broche del pantalón, lo desabotona, baja el cierre.

La mirada del alcalde y su invitado siguen los dedos largos del hombre. El pantalón ha caído al suelo, como la cáscara de un guineo recién comprado y han dejado al descubierto unas ridículas medias negras que llegan arriba de la rodilla, hacia adonde nacen las lastimeras piernas flacas y peludas del hombre nudista.

“Sí que sabe de estas cosas, estimado”, comenta con gracia el alcalde. El invitado sonríe. El hombre descascara ahora las medias, las desenrolla poquito a poco, y, poquito a poco, los billetes, dobladitos, de veinte todos, uno por uno, uno tras otro. El alcalde disimula una erección. La mesa llena de verdes da pie a la repartición. El invitado suspira. “Ha llegado la hora de que el contralor trabaje”, y suelta una carcajada; y se baja el pantalón también, y, también, tiene ridículas medias largas que llegan hasta arriba de la rodilla.

Uno por uno, los billetes, dobladitos, guardados como en maleta. “El hombre del maletín ha muerto”, ríe el alcalde. Y estira las manos a un cajón. “Yo sí tengo sobre manila”. Y lanza una carcajada macabra. Luego guarda su parte.

La obra empieza en un mes. El hombre que espera cuadró trabajo para seis meses. Así el mundo hoy, señores.

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