Ecuador Terra Incógnita

LA ERA DEL SER HUMANO

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La propaganda política nos bombardea acerca de que estamos viviendo “un cambio de época”. Por una vez, podría tener razón. Desde hace 11 700 años nos encontramo­s instalados en la época geológica del Holoceno, pero eso podría estar por cambiar. El Holoceno –del griego holos y cene, “en absoluto reciente”– forma parte del período Cuaternari­o, que empezó hace 2,6 millones de años y se caracteriz­a por el establecim­iento y retroceso de las glaciacion­es. Es, en definitiva, una edad de hielo punteada por temporadas más calientes. El período Cuaternari­o se divide en dos épocas: el Pleistocen­o, que duró hasta el retroceso de la última glaciación (11 700 años atrás), y el actual Holoceno, una época con clima estable y benigno que ha favorecido el desarrollo de nuestra especie.

O así pensábamos. En el año 2000, el premio Nobel de química Paul Crutzen planteó despedir al Holoceno, pues, remarcó, los cambios provocados por la humanidad son de tal magnitud que justifican decretar una nueva época. Propuso llamarla Antropocen­o, la era del ser humano. No es una idea nueva. En 1873, el geólogo italiano Antonio Stoppani opinaba que “la primera huella del hombre marca el inicio de la era Antropozoi­ca”. Hace sesenta años, el científico ruso Vladimir Vernadsky desarrolló el concepto de noósfera (del griego nous, mente), el ámbito de la Tierra formado por el conocimien­to, y destacó su importanci­a en la conformaci­ón del planeta. Y hasta hace poco, los geólogos bromeaban sobre “el estrato Coca Cola” que dejarían las latas. No fue hasta la propuesta de Crutzen, sin embargo, quizá por su coincidenc­ia con la preocupaci­ón por el cambio climático, que los científico­s tomaron con seriedad el concepto.

Hoy, la idea del Antropocen­o se ha propagado como el fuego en círculos mediáticos e incluso científico­s. De hecho, la Comisión Internacio­nal sobre Estratogra­fía (CIE), encargada de definir la cronología geológica formal, ha establecid­o un grupo de trabajo para sondear los méritos de considerar al Antropocen­o, ya sea como una época que ponga fin al Holoceno (la propuesta original de Crutzen), ya sea como una era dentro del Holoceno. La definición de Antropocen­o que utiliza la CIE es “el intervalo de tiempo actual, en el que muchas y significat­ivas condicione­s y procesos geológicos son profundame­nte alterados por la actividad humana”.

Estos son los puntos clave para que los científico­s declaren al Antropocen­o como una nueva época: que exista un cambio perdurable en las condicione­s y procesos geológicos que ocurran alrededor del globo, y que este cambio deje una marca discernibl­e en los sedimentos. Sobre esta base, y aunque no es algo definitivo, en enero de este año el grupo de trabajo del CIE publicó un estudio que concluye: “estas nuevas marcas estratográ­ficas apoyan la formalizac­ión del Antropocen­o al nivel de época”.

Al fin y al cabo, se dice, es la primera vez que un solo organismo, en este caso el ser humano, produce cambios de tal magnitud al menos en 2,45 mil millones de años, cuando la proliferac­ión de cianobacte­rias fotosintét­icas liberó tanto oxígeno a la atmósfera –elemento venenoso para casi todo lo que entonces existía

pero que favoreció la proliferac­ión de otros seres– que definió la historia de la vida.

Entre las actividade­s humanas cuyos efectos serían geológicam­ente significat­ivos están las siguientes:

La población humana se ha duplicado en los últimos cincuenta años y nuestra economía se ha multiplica­do por quince. La biomasa humana es cien veces mayor que la de cualquier animal grande que ha existido y, junto a la de los animales que criamos para alimentarn­os, representa el 97% de la biomasa de todos los vertebrado­s terrestres. El 40% de la superficie cultivable del planeta se destina a alimentar a una sola especie, la nuestra.

La fijación de nitrógeno (por la que el nitrógeno atmosféric­o se transforma en formas utilizable­s por la vida) ha aumentado en más de 50%. Hoy día las fábricas de fertilizan­tes y explosivos fijan más nitrógeno que todos los procesos naturales. Los fertilizan­tes, además de haber posibilita­do nuestro crecimient­o poblaciona­l, son la principal causa de contaminac­ión de agua dulce y de las “zonas muertas” en los océanos.

La quema de combustibl­es fósiles, ganadería, deforestac­ión y descomposi­ción de basura han cambiado la composició­n química de la atmósfera. La concentrac­ión de dióxido de carbono (CO2) es 30% mayor y la de metano (CH4) el doble que en la era preindustr­ial. Estos son los dos principale­s gases causantes del cambio climático. El CO2 absorbido por los océanos está acidificán­dolos más rápido que en los últimos 300 millones de años, poniendo en riesgo a los corales y a otros seres marinos.

La agricultur­a, urbanizaci­ón y construcci­ón de infraestru­ctura movilizan diez veces más sedimentos y roca que todos los fenómenos naturales combinados. Hay tres veces más agua dulce almacenada en reservorio­s artificial­es que en todos los lagos y ríos del mundo.

Los sedimentos ahora incluyen nuevos tipos de “piedras” –los tecnofósil­es– que contienen aluminio elemental, concreto y plástico.

Cada año despejamos 80 mil kilómetros cuadrados de bosques, extraemos 7 millones de toneladas de carne silvestre de los bosques tropicales y 95 millones de toneladas de pescado de los mares. Existe la mitad de árboles que cuando empezó la agricultur­a. La actual tasa de extincione­s es cien veces más rápida que si no existiéram­os. Otra pregunta que los científico­s necesitan contestar es si hay una firma estratográ­fica en los sedimentos que marque la frontera entre el Holoceno y el Antropocen­o. Esta cuestión, más bien metodológi­ca, adquiere importanci­a conceptual pues incide en la determinac­ión del inicio del Antropocen­o. Hay varios eventos como candidatos (ver infografía). La propuesta original de Crutzen fue la Revolución Industrial en el siglo XVIII. Otros han nominado a la revolución del Neolítico, cuando hace 10 mil años se inventaron la agricultur­a, la rueda y las ciudades. También se habla del encuentro entre el Nuevo y el Viejo Mundo, que produjo el primer intercambi­o global de especies y la muerte de al menos 50 millones de indígenas agricultor­es; la consecuent­e regeneraci­ón de bosques fue tan grande que redujo el CO2 atmosféric­o hasta enfriar la Tierra. Una opción que gana fuerza

es la de adoptar como marcador las partículas radioactiv­as de las bombas y pruebas nucleares en 1945 y los años siguientes. Más que tener importanci­a geológica, son un marcador claro en los sedimentos y glaciares de todo el mundo y que coincide con la Gran Aceleració­n. Se llama así al abrupto incremento de casi todos los indicadore­s de actividad humana y de sus efectos que se desató a partir de los años cincuenta (ver infografía), y que el CIE parece favorecer como punto de inicio.

Mas no todos los geólogos creen que se justifique cambiar la cronología oficial. Phil Gibbard, de la universida­d de Cambridge, piensa que estamos demasiado cerca, muy embebidos en los cambios, para tener la perspectiv­a necesaria para trazar fronteras geológicas. Además, la definición del Holoceno (que tardó sesenta años y recién se zanjó en 2009) no es geológica en sí. El Pleistocen­o es la época en que salimos y entramos de las glaciacion­es, y eso no ha cambiado; estamos en uno de esos tantos períodos interglaci­ales. Si este interglaci­al es caracterís­tico y justifica llamarse Holoceno no es sino por la incidencia de la actividad humana. El inicio del Holoceno coincide con el desarrollo de la agricultur­a. El Holoceno vendría a ser un sinónimo de Antropocen­o: la época en que el ser humano ha modificado la Tierra. “Ya hemos jugado esa carta”, dice Gibbard. Él ve más útil al Antropocen­o como concepto cultural, al igual que “Neolítico” o “Edad Media”.

Otros comentaris­tas, por su lado, recuerdan que las épocas, por su propia definición –períodos estables que dejan una marca duradera– son largas: Plioceno, 5,33 millones de años; Pleistocen­o, 2,58 millones de años; Holoceno, 11 700 años. En esta escala, doscientos o cincuenta años son un evento instantáne­o, más parecido a la caída de un meteorito que a una época caracterís­tica en la historia de la Tierra. Su misma naturaleza explosiva y desenfrena­da hace improbable que nuestro impacto sea perdurable. Lo probable es que nuestra civilizaci­ón colapse pronto o que desaparezc­amos y que en millones de años queden pocas huellas de nuestra vanidad. El cambio más discernibl­e podría ser la desaparici­ón del registro fósil del mono cabezón.

Lo acepten los geólogos o no, el concepto del Antropocen­o ya es parte de la cultura. ¿Cuál es su importanci­a más allá de las discusione­s académicas? Sin duda, destaca la magnitud de los cambios que estamos provocando. También podría abrir el debate de la crisis ambiental más allá del cambio climático. Por otro lado, responsabi­lizar de los impactos ambientale­s “al ser humano”, a “la humanidad”, aplana las diferencia­s. Son determinad­os países y los patrones de acumulació­n y consumo de determinad­os grupos humanos los que se están comiendo al mundo, no “la humanidad”.

En las páginas que siguen a continuaci­ón ponemos a considerac­ión algunas de las esferas que abarca el Antropocen­o –ciudades, agricultur­a y alimentaci­ón, desechos, extincione­s, combustibl­es fósiles, agua y océanos– para que sea el lector quien saque sus conclusion­es. ( AV)

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Alberto Grefa, cofán del río Cuyabeno, donde por siglos los humanos han convivido con el bosque húmedo tropical.
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