Combustibles fósiles y cambio climático
El aumento de la disponibilidad de energía en la biosfera suele provocar cambios dramáticos en la historia de la vida. Hace 2,45 mil millones de años, la cantidad de oxígeno en la atmósfera dio un salto enorme, lo que multiplicó la cantidad de energía disponible para los procesos orgánicos. Este cambio coincide con el aparecimiento de las células complejas. El oxígeno experimentó otro incremento hace 600 millones de años, y permitió así el aparecimiento de los grandes animales.
A mediados del siglo XVIII se inició otra transformación que disparó la cantidad de energía en los procesos planetarios. Con la generalización del carbón como combustible tras la Revolución Industrial, una especie, la humana, puso a su servicio vastas reservas de energía acumuladas por plantas y animales durante millones de años.
Los combustibles fósiles se originaron en gran medida durante el Carbonífero, hace unos 300 millones de años. Enormes árboles y helechos gigantes poblaban las marismas que cubrían buena parte del planeta; en las cálidas aguas marinas proliferaban las algas. A través de la fotosíntesis, estos organismos transformaban la energía solar en energía orgánica, todos los días, por millones de años. Al depositarse sus cadáveres en los fondos marinos y pantanosos, pobres en oxígeno, no se descomponían, por lo que su energía no se disipó. Se fue acumulando en forma de turbas, que sometidas a la presión de los ulteriores sedimentos, se transformaron en carbón, gas o petróleo.
Esto es lo primero para comprender nuestra utilización de combustibles fósiles en términos planetarios: es una explosión en la que se disipa, en el instante geológico de dos siglos, la energía acumulada por la vida durante cientos de millones de años. De este carácter explosivo se derivan dos secuelas del uso de los hidrocarburos: el enorme poder que confiere y la naturaleza devastadora de sus efectos no deseados.
Anthony Giddens responsabiliza a dos elementos de la modernidad de la modificación a gran escala de la naturaleza: la dinámica capitalista, cuya reproducción es siempre reproducción “expandida”, y la formidable capacidad de movilizar recursos y energía del industrialismo. Buena parte de este segundo elemento –la capacidad de transformar el mundo– podríamos atribuirlo al dominio de la energía de los combustibles fósiles. Según algunos cálculos, solo el petróleo nos provee cada día con el equivalente energético del trabajo de 22 mil millones de personas, como tener de esclavos a tres veces la población mundial. Gracias a los hidrocarburos podemos aplanar montañas, cambiar el curso de los ríos y enviar contenedores a las antípodas.
La devastación que causan también se deriva de este enorme poderío. Como enormes músculos demasiado vigorosos para nuestra capacidad racional. Al menos hasta la era nuclear, todas las esferas de la crisis ambiental pueden rastrearse hasta las facultades que nos confieren los hidrocarburos: la expansión urbana descontrolada, la ampliación de la frontera agrícola, la aceleración patológica del comercio y el consumo, la persistencia de los desechos, el desafuero de la construcción...
La atención está ahora enfocada en un subproducto de esta explosión: la acumulación de gases de efecto invernadero y su secuela, el calentamiento global. No es para menos. La quema de combustibles ha dislocado el ciclo natural del carbono. La concentración atmosférica de CO2 ha aumentado en 30% desde la Revolución Industrial, y es hoy mayor que en cualquier momento desde la aparición del linaje humano hace 2,8 millones de años.
Hay tres cifras que ilustran la relación entre nuestro futuro y los combustibles fósiles: 2 ºc, el incremento máximo de temperatura para evitar una catástrofe civilizacional; 565 gigatoneladas, el carbono que podemos verter a la atmósfera sin sobrepasar los 2 ºc; y 2 795 gigatoneladas, el carbono que contienen las reservas probadas de hidrocarburos del mundo, listas para quemar. Tenemos en nuestras manos cinco veces más combustibles fósiles de los que podemos usar. ¿Cuáles son las implicaciones? La gran mayoría de esos yacimientos deberán permanecer intocados si aspiramos a un mundo más o menos estable. El problema es que muchas de esas reservas ya están en nuestra economía como preventas, colateral de créditos o inversiones en futuros. Renunciar a ellas significaría un desplome financiero que los afectados –las compañías energéticas y los estados petroleros– intentarán evitar.
Tampoco parece fácil reemplazar a los combustibles fósiles. Si bien las energías alternativas se vienen desarrollando más rápido que lo predicho y ciertos cálculos estiman financiera y tecnológicamente posible que la provisión de toda la energía sea renovable para 2050, los obstáculos políticos y sociales siguen siendo enormes. Aun si lo logramos, ¿estaríamos a tiempo? Y todavía más, ¿deberíamos buscar reemplazar toda la energía que ahora utilizamos?
Si es correcto nuestro supuesto –que el calentamiento global es un síntoma de un problema más amplio: nuestra capacidad de modificar el ambiente y los arreglos institucionales que nos empujan a hacerlo–, la solución tecnológica que elimine emisiones solo desplazará el problema. Un mundo de energía ilimitada, aunque sea limpia, exacerbaría otras esferas de la crisis si no viene acompañado de la jubilación de la lógica expansiva que rige nuestra economía