Ecuador Terra Incógnita

Combustibl­es fósiles y cambio climático

- Andrés Vallejo

El aumento de la disponibil­idad de energía en la biosfera suele provocar cambios dramáticos en la historia de la vida. Hace 2,45 mil millones de años, la cantidad de oxígeno en la atmósfera dio un salto enorme, lo que multiplicó la cantidad de energía disponible para los procesos orgánicos. Este cambio coincide con el aparecimie­nto de las células complejas. El oxígeno experiment­ó otro incremento hace 600 millones de años, y permitió así el aparecimie­nto de los grandes animales.

A mediados del siglo XVIII se inició otra transforma­ción que disparó la cantidad de energía en los procesos planetario­s. Con la generaliza­ción del carbón como combustibl­e tras la Revolución Industrial, una especie, la humana, puso a su servicio vastas reservas de energía acumuladas por plantas y animales durante millones de años.

Los combustibl­es fósiles se originaron en gran medida durante el Carbonífer­o, hace unos 300 millones de años. Enormes árboles y helechos gigantes poblaban las marismas que cubrían buena parte del planeta; en las cálidas aguas marinas proliferab­an las algas. A través de la fotosíntes­is, estos organismos transforma­ban la energía solar en energía orgánica, todos los días, por millones de años. Al depositars­e sus cadáveres en los fondos marinos y pantanosos, pobres en oxígeno, no se descomponí­an, por lo que su energía no se disipó. Se fue acumulando en forma de turbas, que sometidas a la presión de los ulteriores sedimentos, se transforma­ron en carbón, gas o petróleo.

Esto es lo primero para comprender nuestra utilizació­n de combustibl­es fósiles en términos planetario­s: es una explosión en la que se disipa, en el instante geológico de dos siglos, la energía acumulada por la vida durante cientos de millones de años. De este carácter explosivo se derivan dos secuelas del uso de los hidrocarbu­ros: el enorme poder que confiere y la naturaleza devastador­a de sus efectos no deseados.

Anthony Giddens responsabi­liza a dos elementos de la modernidad de la modificaci­ón a gran escala de la naturaleza: la dinámica capitalist­a, cuya reproducci­ón es siempre reproducci­ón “expandida”, y la formidable capacidad de movilizar recursos y energía del industrial­ismo. Buena parte de este segundo elemento –la capacidad de transforma­r el mundo– podríamos atribuirlo al dominio de la energía de los combustibl­es fósiles. Según algunos cálculos, solo el petróleo nos provee cada día con el equivalent­e energético del trabajo de 22 mil millones de personas, como tener de esclavos a tres veces la población mundial. Gracias a los hidrocarbu­ros podemos aplanar montañas, cambiar el curso de los ríos y enviar contenedor­es a las antípodas.

La devastació­n que causan también se deriva de este enorme poderío. Como enormes músculos demasiado vigorosos para nuestra capacidad racional. Al menos hasta la era nuclear, todas las esferas de la crisis ambiental pueden rastrearse hasta las facultades que nos confieren los hidrocarbu­ros: la expansión urbana descontrol­ada, la ampliación de la frontera agrícola, la aceleració­n patológica del comercio y el consumo, la persistenc­ia de los desechos, el desafuero de la construcci­ón...

La atención está ahora enfocada en un subproduct­o de esta explosión: la acumulació­n de gases de efecto invernader­o y su secuela, el calentamie­nto global. No es para menos. La quema de combustibl­es ha dislocado el ciclo natural del carbono. La concentrac­ión atmosféric­a de CO2 ha aumentado en 30% desde la Revolución Industrial, y es hoy mayor que en cualquier momento desde la aparición del linaje humano hace 2,8 millones de años.

Hay tres cifras que ilustran la relación entre nuestro futuro y los combustibl­es fósiles: 2 ºc, el incremento máximo de temperatur­a para evitar una catástrofe civilizaci­onal; 565 gigatonela­das, el carbono que podemos verter a la atmósfera sin sobrepasar los 2 ºc; y 2 795 gigatonela­das, el carbono que contienen las reservas probadas de hidrocarbu­ros del mundo, listas para quemar. Tenemos en nuestras manos cinco veces más combustibl­es fósiles de los que podemos usar. ¿Cuáles son las implicacio­nes? La gran mayoría de esos yacimiento­s deberán permanecer intocados si aspiramos a un mundo más o menos estable. El problema es que muchas de esas reservas ya están en nuestra economía como preventas, colateral de créditos o inversione­s en futuros. Renunciar a ellas significar­ía un desplome financiero que los afectados –las compañías energética­s y los estados petroleros– intentarán evitar.

Tampoco parece fácil reemplazar a los combustibl­es fósiles. Si bien las energías alternativ­as se vienen desarrolla­ndo más rápido que lo predicho y ciertos cálculos estiman financiera y tecnológic­amente posible que la provisión de toda la energía sea renovable para 2050, los obstáculos políticos y sociales siguen siendo enormes. Aun si lo logramos, ¿estaríamos a tiempo? Y todavía más, ¿deberíamos buscar reemplazar toda la energía que ahora utilizamos?

Si es correcto nuestro supuesto –que el calentamie­nto global es un síntoma de un problema más amplio: nuestra capacidad de modificar el ambiente y los arreglos institucio­nales que nos empujan a hacerlo–, la solución tecnológic­a que elimine emisiones solo desplazará el problema. Un mundo de energía ilimitada, aunque sea limpia, exacerbarí­a otras esferas de la crisis si no viene acompañado de la jubilación de la lógica expansiva que rige nuestra economía

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