Biodiversidad: la sexta ola de extinción
Hace 14 mil millones de años no había nada, absolutamente nada. O casi… Lo único que había –una singularidad infinitamente densa que contenía todo lo que sería el universo– estalló en la Gran Explosión. Al principio, un maremágnum de energías y materias; luego, partículas subatómicas y átomos sencillos. Desde entonces el universo no ha cesado de crecer y cambiar. Aunque hay aún mucho que resolver acerca de la historia y destino del cosmos, lo cierto es que en un momento dado aparecieron las estrellas, y no demoraron mucho en llegar los planetas.
La Tierra tiene 4 mil 500 millones de años y es un planeta muy particular: aparte de tener carbono y otros elementos heredados de estrellas antiguas, nuestra distancia al Sol hace que no seamos ni un horno ni un congelador; tenemos más agua líquida que lo típico en los cuerpos celestes; poseemos un campo magnético que evita la llegada de radiaciones peligrosas, poseemos un satélite que genera mareas y marismas donde comenzó la vida…
Saber exactamente cómo surgió el primer ser viviente hace 3 mil 500 millones de años es complicado y controvertido. Los primeros seres vivos eran como las bacterias. Por el proceso de selección natural darwiniana evolucionaron y se diversificaron hasta formar el frondoso árbol de la vida que conocemos. Los seres
humanos somos una ramita en este árbol que, junto a otras, forma una más gruesa (los mamíferos), luego otra (los vertebrados), y así hasta llegar al tronco principal de esa bacteria primigenia.
Pero el árbol no se desarrolla solo con nuevas ramas. Muchas, algunas muy gruesas, se secan. La extinción es tan parte del drama evolutivo como las adaptaciones y la especiación. Ya sea por eventos catastróficos o porque un grupo no pudo adaptarse a un medio cambiante, el árbol fue podándose. Hubo casos en los que el desmoche fue dramático, y la ciencia nos habla de cinco extinciones másivas (ver infografía). Tras una de ellas, la del Pérmico, hace unos 250 millones de años, solo quedó un 5% de la biodiversidad. Esto, entre otras cosas, nos lleva a pensar en lo privilegiados que fuimos de que nuestros antepasados estuvieran entre los sobrevivientes.
En efecto, las extinciones han sido siempre parte de la evolución. Aparte de los eventos catastróficos, que son como olas gigantes que aparecen de vez en cuando en un mar relativamente calmo, siempre ha habido una extinción
natural “de fondo”. En los últimos tiempos –los últimos segundos del calendario universal– varios sucesos relacionados con una de las ramitas –la nuestra– han causado que este fenómeno se vuelva mucho más rápido, frecuente e impactante.
Nuestra especie convivió en cierto equilibrio con el resto de la naturaleza hasta el advenimiento de eventos como el desarrollo de la agricultura, avances en navegación y comunicación, descubrimiento de curas contra enfermedades, generación de tecnologías para transformar el paisaje. Más y más gente pudo llegar a los confines del planeta e impactar sobre los ecosistemas, dejando atrás ese equilibrio dinámico que había existido. Estos avances –evidentemente positivos– mostraron una cara muy oscura cuando se desbocaron. La extinción dejó de ser de fondo y se volvió catastrófica.
Medir la tasa de extinciones es complicado porque, por ejemplo, no sabemos exactamente cuántas especies existieron y existen. Pero
algunos datos demuestran
que los seres humanos hemos aumentado esta tasa dramáticamente: entre mil y 100 mil veces la tasa de extinción natural. Entre las víctimas recientes más emblemáticas están el dodo, el tigre de Java, el rinoceronte vietnamita y nuestro propio jambato, solo pocos ejemplos de unalista larga y creciente.
Estos eventos sobresalientes de impacto humano sobre la biodiversidad –que comenzaron hace unos 10 mil años– son un fenómeno de escala global, pero con gravísimas consecuencias locales. El cambio climático no es la única causa de la aceleración de las extinciones, ni esta es su única secuela. Más bien, este fenómeno se relaciona con la industrialización voraz, la superpoblación, el consumismo desenfrenado, el avance de la frontera agrícola, la contaminación de suelo, aire y agua, la migración forzada (de gente y animales) y otros muchos factores que afectan la biodiversidad.
Al hacerlo, no solo cortan un proceso cósmico y destruyen la complejidad natural. Las consecuencias trascienden las consideraciones filosóficas y éticas (razones ya más que suficientes). Además, se desvanecen los innumerables beneficios que la multiplicidad natural siempre ha tenido para el ser humano y que seguimos sin apreciar del todo. Algunas especies por sí mismas son muy importantes; pensemos en lo que pasaría si se extinguen las abejas polinizadoras. Muchas especies silvestres guardan genes que pueden servir para mejorar las variedades agrícolas. En conjunto, las especies funcionan en ecosistemas. Si una falla, todo el sistema flaquea y así se pierden beneficios sociales cruciales relacionados con agua, alimentación y salud.
Las acciones de la humanidad contemporánea son, en efecto, otro de los eventos catastróficos que aceleran las extinciones a proporciones épicas: se habla de la Sexta Extinción Masiva, la del Antropoceno. La diferencia con las anteriores es que nadie podía prevenir ni enfrentar la caída de meteoritos o la explosión de supernovas. Pero ahora esa rama –que nunca ha dejado de ser parte del árbol– no solo es la que causa esta nueva gran ola de extinción, sino la única con el potencial de lograr el nuevo equilibrio. Hacerlo no es una alternativa sino una obligación