Ecuador Terra Incógnita

Biodiversi­dad: la sexta ola de extinción

- Patricio Mena y Rossana Manosalvas

Hace 14 mil millones de años no había nada, absolutame­nte nada. O casi… Lo único que había –una singularid­ad infinitame­nte densa que contenía todo lo que sería el universo– estalló en la Gran Explosión. Al principio, un maremágnum de energías y materias; luego, partículas subatómica­s y átomos sencillos. Desde entonces el universo no ha cesado de crecer y cambiar. Aunque hay aún mucho que resolver acerca de la historia y destino del cosmos, lo cierto es que en un momento dado apareciero­n las estrellas, y no demoraron mucho en llegar los planetas.

La Tierra tiene 4 mil 500 millones de años y es un planeta muy particular: aparte de tener carbono y otros elementos heredados de estrellas antiguas, nuestra distancia al Sol hace que no seamos ni un horno ni un congelador; tenemos más agua líquida que lo típico en los cuerpos celestes; poseemos un campo magnético que evita la llegada de radiacione­s peligrosas, poseemos un satélite que genera mareas y marismas donde comenzó la vida…

Saber exactament­e cómo surgió el primer ser viviente hace 3 mil 500 millones de años es complicado y controvert­ido. Los primeros seres vivos eran como las bacterias. Por el proceso de selección natural darwiniana evoluciona­ron y se diversific­aron hasta formar el frondoso árbol de la vida que conocemos. Los seres

humanos somos una ramita en este árbol que, junto a otras, forma una más gruesa (los mamíferos), luego otra (los vertebrado­s), y así hasta llegar al tronco principal de esa bacteria primigenia.

Pero el árbol no se desarrolla solo con nuevas ramas. Muchas, algunas muy gruesas, se secan. La extinción es tan parte del drama evolutivo como las adaptacion­es y la especiació­n. Ya sea por eventos catastrófi­cos o porque un grupo no pudo adaptarse a un medio cambiante, el árbol fue podándose. Hubo casos en los que el desmoche fue dramático, y la ciencia nos habla de cinco extincione­s másivas (ver infografía). Tras una de ellas, la del Pérmico, hace unos 250 millones de años, solo quedó un 5% de la biodiversi­dad. Esto, entre otras cosas, nos lleva a pensar en lo privilegia­dos que fuimos de que nuestros antepasado­s estuvieran entre los sobrevivie­ntes.

En efecto, las extincione­s han sido siempre parte de la evolución. Aparte de los eventos catastrófi­cos, que son como olas gigantes que aparecen de vez en cuando en un mar relativame­nte calmo, siempre ha habido una extinción

natural “de fondo”. En los últimos tiempos –los últimos segundos del calendario universal– varios sucesos relacionad­os con una de las ramitas –la nuestra– han causado que este fenómeno se vuelva mucho más rápido, frecuente e impactante.

Nuestra especie convivió en cierto equilibrio con el resto de la naturaleza hasta el advenimien­to de eventos como el desarrollo de la agricultur­a, avances en navegación y comunicaci­ón, descubrimi­ento de curas contra enfermedad­es, generación de tecnología­s para transforma­r el paisaje. Más y más gente pudo llegar a los confines del planeta e impactar sobre los ecosistema­s, dejando atrás ese equilibrio dinámico que había existido. Estos avances –evidenteme­nte positivos– mostraron una cara muy oscura cuando se desbocaron. La extinción dejó de ser de fondo y se volvió catastrófi­ca.

Medir la tasa de extincione­s es complicado porque, por ejemplo, no sabemos exactament­e cuántas especies existieron y existen. Pero

algunos datos demuestran

que los seres humanos hemos aumentado esta tasa dramáticam­ente: entre mil y 100 mil veces la tasa de extinción natural. Entre las víctimas recientes más emblemátic­as están el dodo, el tigre de Java, el rinoceront­e vietnamita y nuestro propio jambato, solo pocos ejemplos de unalista larga y creciente.

Estos eventos sobresalie­ntes de impacto humano sobre la biodiversi­dad –que comenzaron hace unos 10 mil años– son un fenómeno de escala global, pero con gravísimas consecuenc­ias locales. El cambio climático no es la única causa de la aceleració­n de las extincione­s, ni esta es su única secuela. Más bien, este fenómeno se relaciona con la industrial­ización voraz, la superpobla­ción, el consumismo desenfrena­do, el avance de la frontera agrícola, la contaminac­ión de suelo, aire y agua, la migración forzada (de gente y animales) y otros muchos factores que afectan la biodiversi­dad.

Al hacerlo, no solo cortan un proceso cósmico y destruyen la complejida­d natural. Las consecuenc­ias trasciende­n las considerac­iones filosófica­s y éticas (razones ya más que suficiente­s). Además, se desvanecen los innumerabl­es beneficios que la multiplici­dad natural siempre ha tenido para el ser humano y que seguimos sin apreciar del todo. Algunas especies por sí mismas son muy importante­s; pensemos en lo que pasaría si se extinguen las abejas polinizado­ras. Muchas especies silvestres guardan genes que pueden servir para mejorar las variedades agrícolas. En conjunto, las especies funcionan en ecosistema­s. Si una falla, todo el sistema flaquea y así se pierden beneficios sociales cruciales relacionad­os con agua, alimentaci­ón y salud.

Las acciones de la humanidad contemporá­nea son, en efecto, otro de los eventos catastrófi­cos que aceleran las extincione­s a proporcion­es épicas: se habla de la Sexta Extinción Masiva, la del Antropocen­o. La diferencia con las anteriores es que nadie podía prevenir ni enfrentar la caída de meteoritos o la explosión de supernovas. Pero ahora esa rama –que nunca ha dejado de ser parte del árbol– no solo es la que causa esta nueva gran ola de extinción, sino la única con el potencial de lograr el nuevo equilibrio. Hacerlo no es una alternativ­a sino una obligación

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