Las áreas protegidas: ¿nuevas arcas de Noé?
Las áreas protegidas son –o pretenden ser– los últimos paisajes naturales en la Tierra donde las actividades humanas no han dejado aún una huella profunda. ¿Podrán estas arcas de Noé contemporáneas ser nuestra oportunidad para sobrevivir a la crisis ambiental?
La primera área protegida moderna se creó a finales del siglo XIX. Se empezaban a sentir las consecuencias de la Revolución Industrial de una manera dramática en las planicies norteamericanas; los cazadores las habían despoblado de bisontes y los colonos empobrecidos presionaban por más tierras hacia el oeste. La respuesta fue la creación del parque nacional Yellowstone en 1872. La creación de Yellowstone se hizo bajo una visión proteccionista que concebía a la naturaleza como separada de la sociedad, algo valioso que había que mantener intocado. Su lema era proteger los “grandes paisajes salvajes”, concebidos como espacios prístinos.
De ahí para acá, se han declarado alrededor de 100 mil áreas protegidas, lo que representa entre 10 y 15% de la superficie terrestre y 1,17% del área marina. Hay contados países con más del 40% de su territorio protegido, como Colombia y Venezuela. El Ecuador, con 51 áreas declaradas que ocupan 5 millones de hectáreas (17,9% del territorio), está también entre los países con mayor protección nominal.
Sin embargo, la cantidad de superficie protegida no garantiza los objetivos de conservación. La forma, el tamaño y la matriz –es decir, el espacio alrededor del área– importan tanto como la superficie total. Mientras más extensa es un área, mejor, porque en ella podrán
sobrevivir animales grandes que necesitan mucho territorio, como osos, pumas o jaguares. Igual, mientras más uniforme y redonda sea el área, menores serán los impactos de las actividades humanas que la rodean por un fenómeno que se conoce como efecto de borde. Finalmente, el éxito de un área depende mucho de la matriz en que está inmersa: zonas algo intervenidas, campos agrícolas o en medio de una ciudad.
La realidad muestra, además, que no hay áreas en el mundo que no hayan tenido incidencia humana; incluso algunas áreas consideradas “naturales”, como el bosque amazónico, son el efecto de siglos de modificación antrópica, es decir, son productos culturales. En consecuencia, la práctica de la conservación ha revisado la visión de “parques sin gente” y se ha preocupado por la integración de las poblaciones humanas dentro o alrededor de las áreas protegidas. Esa es, por ejemplo, la doctrina de las “reservas de la biosfera”: espacios donde las actividades humanas buscan conciliarse con el funcionamiento saludable de los ecosistemas.
¿Cómo cambia la concepción de las áreas protegidas frente a los nuevos retos de la crisis ambiental a escala planetaria? Por un lado, su propósito inicial –proteger hábitats importantes por su belleza, unicidad o las especies que contienen– parecería reforzarse en un contexto de mayor presión por los recursos y de aceleración de la tasa de extinción. Sin embargo, el carácter global y la dinámica de las nuevas amenazas vuelven obsoletas muchas de sus estrategias: ni la reserva mejor manejada puede garantizar que sus ecosistemas no serán drásticamente transformados por el cambio climático.
También hay el riesgo de que –como señala el escritor Jonathan Franzen– la dominancia de un tema tan abrumador e inescapable como el cambio climático en la agenda del ambientalismo quite atención y recursos a los esfuerzos puntuales de conservación. Si de todas formas millones de especies van a desaparecer, ¿para qué desvivirse en proteger unas cuántas? Además de paralizarnos, dice Franzen, este enfoque monotemático niega que las especies ya están desapareciendo por muchas otras causas, y que es una contradicción trabajar para que el calentamiento global no afecte especies que –si no se toman medidas concretas, inmediatas y locales– de todas maneras no estarán aquí en cien años.
En resumen, las áreas protegidas son una estrategia más necesaria que nunca, pero insuficiente en sí misma. Aunque tengamos muchas de estas modernas arcas de Noé, si no solucionamos los problemas que están por fuera de ellas, habremos logrado poco. El desafío está en manejar con sabiduría todos los espacios, los naturales y los construidos por el ser humano