Carta del Editor
El tren fue el indiscutido símbolo del progreso durante el siglo XIX y buena parte del XX. Su impacto en la sociedad fue tan grande, que en poco tiempo su uso como metáfora permeó todos los ámbitos. La literatura lo utilizó para significar el futuro y la muerte, el azar fortuito y el destino, el infortunio y la oportunidad fugaz, la imaginación desbocada, la ambición desmedida, el vértigo sexual y el de las drogas, la precisión de la técnica y la zozobra de la locura. No es extraño que los hermanos Lumière hayan escogido la locomotora como protagonista de una de las primeras exhibiciones de su invento, a la postre, el otro símbolo de los tiempos. Ambos –el tren y el cinematógrafo– sintetizaban las ansiedades de la época: la velocidad, el tiempo y la aniquilación del espacio (de hecho, Einstein utilizó ejemplos con trenes para ilustrar sus teorías).
También al Ecuador el tren vino cargado de significados, a los que se agregaron los de cosecha local. Fue visto como emisario del demonio o como “la obra redentora”, según los feligreses fueran conservadores católicos o de la religión del progreso. Y revolucionó la república. Un viaje entre las principales ciudades del país, que solía tomar diez laboriosas jornadas, quedó reducido a cómodas dos. Los productos de la Sierra pudieron al fin acceder a los mercados del litoral creados por el auge exportador. El ferrocarril propició los boom de cacao y de banano. Su impacto fue tan enorme, que se hace difícil creer que a escasas cuatro décadas de su llegada a Quito haya empezado su declive. La mayor flexibilidad de las carreteras, y los buses, camiones y automóviles que las llenaron, fueron marginándolo como medio de transporte. Hoy persiste, remozado, como parte de nuestra identidad y como uno de los principales atractivos turísticos. En este número, que cuenta con el apoyo de Ferrocarriles del Ecuador, queremos rendir nuestro homenaje al centenario “tren al cielo”.