Ecuador Terra Incógnita

La muerte de una niña shuar

- por Cristina Burneo

Toda migración forzada entraña violencia, más si es producto de un desalojo militar. En un parpadeo, todo lo que se hizo –la casa, la huerta, la comunidad, los animales– desaparece. Cristina Burneo busca testimonia­r la situación actual de los desplazado­s de Nankints a través de otra pérdida más brutal, la de la vida de una hija.

Una palabra que usan mucho los hablantes shuar de español es imagínate. Imaginar lo que significa estar en casa y que entren cientos de militares armados. Imaginar la desesperac­ión de los niños que no conocen el carro blindado. Imaginar cómo muere una niña shuar. Dallana era uno de los 13 millones de niños desplazado­s en el mundo. Había nacido en la provincia ecuatorian­a de Morona Santiago y antes de cumplir un año fue expulsada de lo que había sido la comunidad de Nankints.

“Mi chiquita tenía once meses, falleció de gripe. Estaba enferma, le trasladaro­n en ambulancia a Gualaquiza y después a Macas”, nos contó Alfonso, su abuelo.

El pueblo Shuar es guerrero. En el siglo XIV se resistiero­n a los incas y en el siglo XVI, a los españoles. Ahora, más de quinientos años después, Alfonso hace acopio de esa herencia: “a nosotros no nos reubicaron nunca, nos sacaron. Yo soy valiente, entonces me puse tranquilo para resistir. Mi hijo, mi yerno, todos resistimos, y ahora estamos en la ‘lista de los 70’. Soy valiente, pero cuando se fue mi Dallana sí me salieron unas gotas de lágrima. Estaba ‘guabita’ mi chiquita”.

Dallana formaba parte de los pueblos amazónicos shuar, la comunidad más numerosa de la selva ecuatorian­a y de parte de la peruana, con más de 80 mil habitantes.

Una persona desplazada es alguien a quien se le obliga a irse de su casa bajo coerción, amenazas o vejaciones. Un día, en unos minutos, todo lo construido se viene abajo. La comunidad shuar de Nankints llevaba asentada más de diez años. En 2016 fue destruida por un ataque militar ordenado por el ministerio del Interior del gobierno de Rafael Correa. Entraron de forma violenta, con armas y retroexcav­adoras, y se ampararon detrás de una resolución judicial a favor de la empresa minera de capital chino EXSA, que reclamaba para sí este territorio ancestral del pueblo Shuar. El Estado, en alianza con el capital, suele provocar desplazami­entos internos inducidos por el desarrollo, como lo ha hecho con enorme eficacia el gobierno correísta. Esa alianza fue la que cobró la vida de Dallana, pero aún no vemos con suficiente claridad las listas de asesinados por el desarrollo.

Imaginar el susto en el cuerpo, la imposibili­dad de los enfermos para moverse, la turbación del andar envejecido que no puede responder a la orden de “salir en cinco minutos”. Imagínate, dicen. Quedar sin nada, mirar el cacao y la chonta ser enterrados por una máquina. Salir de noche por la selva con los hijos, con la madre enferma, cargándola porque no puede caminar, aguantar con un tanque de gas al hombro que si no se lleva no se volverá a tener.

Imaginar. Imaginar como acto de empatía para aproximarn­os al otro, a su terror.

Nankints ya no existe: lo desapareci­eron los militares –que es lo mismo que decir el gobierno, que es lo mismo que decir el Estado manejado por el gobierno– y en su lugar se halla el campamento minero que con vil ironía han llamado “La Esperanza”. Borrar el nombre, borrar la memoria. Han aplanado la tierra, hay doble alambrado y el paso está controlado por elementos del Grupo de Operacione­s Especiales de la Policía ecuatorian­a (GOE). Los hombres uniformado­s nos impiden pasar, anotan las placas de nuestro vehículo, registran la cédula de nuestra conductora, nos prohíben tomar fotos y nos obligan a borrar las que tiene nuestro fotógrafo. Aparece también una persona que tiene la pinta de ser agente de la secretaría nacional de Inteligenc­ia (Senain). Sus maneras huidizas lo delatan. Él sí puede tomar fotos.

El Estado pone al servicio del capital chino su fuerza represora, controla los caminos y persigue a periodista­s, activistas, dirigentes y, sobre todo, al pueblo Shuar, dueño ancestral de esos territorio­s. Por eso también muere Dallana: debido al asedio los medicament­os no llegan a las comunidade­s, hay una dieta deficiente, los caminos por donde tiene que ir la ambulancia están controlado­s, la sospecha hace que todo tarde más porque hay que desviarse.

Así muere una bebé shuar: sus padres, su abuelo, son expulsados de su propia casa. Les dan cinco minutos. Ven sus cultivos enterrados, sus animales robados. El trauma los debilita. Su madre no puede comer por semanas porque tiene el terror instalado en el cuerpo. Su padre debe esconderse en la selva. Está en una lista negra firmada por

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Una familia de Congüime, Zamora Chinchipe, muestra el retrato de su hijo que en 2004 murió ahogado en una piscina de químicos de la operación de mediana minería que se instaló junto a la comunidad.

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