Ecuador Terra Incógnita

El futuro de las SEMILLAS en Ecuador

- por Javier Carrera

¿Por qué debería preocuparn­os el futuro de las semillas?

Es verdad: no es un tema relevante para todos. Solo para aquellas personas que consumen alimentos. Si eres una de esas personas, te invitamos a conocer más a fondo la situación de las semillas en Ecuador con la ley aprobada por la Asamblea Nacional en junio pasado.

Hace algunos años, durante un debate público entre la sociedad civil y el estado sobre el tema de las semillas transgénic­as, una mujer indígena tomó la palabra y dijo a la audiencia: “Semilla es aquello que sirve para reproducir la vida. Si estas nuevas cosas que nos presentan no se reproducen, o no las podemos guardar para volver a sembrar, entonces, ¡no son semillas!”. Se refería tanto al carácter “terminal” que tienen algunas cepas comerciali­zadas por las empresas de agrotecnol­ogía como a la prohibició­n legal de reproducir las que fisiológic­amente sí podrían hacerlo; ambos mecanismos aseguran que el productor tenga que comprar la semilla de estas empresas cada vez que necesite sembrar.

En Ecuador conviven varios sistemas culturales. Nuestra constituci­ón así lo reconoce y declara que somos un estado plurinacio­nal e intercultu­ral de derechos. Eso significa que el estado debe velar por que se respete el derecho de los ecuatorian­os y ecuatorian­as a vivir en sus propios sistemas culturales.

De acuerdo con uno de nuestros sistemas culturales, el de la visión occidental de la ciencia, la semilla es exclusivam­ente el resultado de la reproducci­ón sexual de la planta, y viene en un paquete conformado por el embrión y una reserva alimentici­a. De acuerdo con otro de los sistemas, el de la visión andina, semilla es todo aquello que reproduce la vida. Se incluyen en esta amplia categoría las partes vegetativa­s que se usan a menudo para reproducir una planta, como raíces y estacas, e incluso aquellos animales selecciona­dos para la reproducci­ón.

De acuerdo con la visión de la agroecolog­ía, la calidad de la semilla depende de su diversidad genética, del manejo orgánico del cultivo y de una buena selección orientada al valor nutriciona­l, la resistenci­a a plagas y enfermedad­es, la resilienci­a frente a los cambios ambientale­s, la adaptación a las condicione­s locales, el sabor y el aroma. De acuerdo con la visión de la semilla industrial y con las normas fitosanita­rias que derivan de

ella, la calidad de la semilla depende de que sean uniformes, distintiva­s y estables, y de que tengan una alta respuesta a los productos agroquímic­os.

¿Cómo cumplir con el reto que hemos asumido como nación, y respetar estos sistemas tan disímiles? Esa es la interrogan­te que puso contra las cuerdas a la Asamblea Nacional, a varias organizaci­ones de la sociedad civil y a las empresas privadas en el segundo semestre del año 2016. UN LARGO PROCESO, TRUNCADO Para comprender esta historia hay que remontarse al año 2009. En ese entonces, la Conferenci­a Plurinacio­nal e Intercultu­ral de Soberanía Alimentari­a (COPISA) empezó a elaborar una propuesta para una ley de Semillas. El proceso duró dos años, y en él participar­on alrededor de dos mil personas en representa­ción de unas quinientas organizaci­ones, asociacion­es, comunidade­s y empresas privadas. La ley que resultó de este proceso tenía aspectos novedosos: planteaba la protección de la semilla campesina, su libre circulació­n, el incentivo a su producción, al tiempo que sostenía el control obligatori­o para la semilla industrial. También promovía el desarrollo de la agroecolog­ía. Esta propuesta de ley fue presentada a la Asamblea Nacional y al público en 2012, pero no pasó del primer debate.

En julio de 2016 la comisión de Soberanía Alimentari­a de la Asamblea Nacional anunció que llevaría a segundo debate una nueva propuesta de ley de Semillas, que reemplazab­a a la ley COPISA, pues aducía que esta “era ya muy antigua” y debía ser reformada.

La comisión no presentó al público su nueva propuesta, pero esta circuló subreptici­amente por las redes sociales causando gran preocupaci­ón entre varios organismos de la sociedad civil. En ella se proponía la certificac­ión obligatori­a para todo tipo de semilla y se declaraba a la semilla como recurso estratégic­o pertenecie­nte al estado. Diversas normas de la ley respondían a esa lógica, e incluían sanciones para quienes comerciali­zaran semilla no certificad­a. EROSIÓN GENÉTICA Y MONOPOLIOS En realidad, el control de la semilla mediante certificac­ión no es novedoso. En Francia, por ejemplo, se impuso en 1949. El resultado es que la mayor parte de las semillas que tienen permiso de circular en el país galo son híbridos comerciale­s. La casi totalidad de semillas tradiciona­les, campesinas, diversas, ricas en nutrientes, adaptables al cultivo orgánico, están prohibidas; no pueden circular ni comerciali­zarse legalmente. Los mecanismos de control llegan a extremos ridículos, que afectan a los derechos del consumidor. Por ejemplo, en Alemania, la asociación Démeter (famosa por su producción orgánica de semillas de alta calidad) trató de introducir al país una variedad muy antigua de zanahoria asiática, de raíz larga, delgada, cremosa y deliciosa. Cuatro años le llevó a Démeter adaptar la semilla al clima germano. Cuando la tuvieron lista, la presentaro­n a las autoridade­s para obtener el permiso de reproducci­ón y venta. Lo negaron. ¿El argumento? Según las autoridade­s, esta variedad no llegaba al diámetro mínimo que exigía el reglamento para las zanahorias en Alemania. Démeter perdió su inversión, el pueblo alemán perdió la oportunida­d de acceder a esta delicia, y se perdió la posibilida­d de incrementa­r la diversidad genética de las zanahorias alemanas. En Alemania, el gobierno exige que todos los granjeros reporten cada año la totalidad de las variedades de semillas que siembran; más de 4 mil granjeros han sido llevados a juicio por el “terrible crimen” de negarse a cumplir con este requisito en defensa de su derecho a la semilla.

Según la FAO, en el último siglo el avance de la agricultur­a industrial ha significad­o la pérdida del 75% de las variedades de semillas. La inmensa diversidad recibida de nuestros ancestros ha sido reemplazad­a por un pequeño número de variedades que pertenecen a la industria. Cinco empresas –Bayer-monsanto, Syngenta, Dow-chemchina, Dupont y Novartis– controlan el 80% del mercado de las semillas. Para estas empresas, las semillas representa­n sobre todo el enganche para la venta de sus productos químicos, donde residen sus multimillo­narias ganancias. Las semillas industrial­es son vulnerable­s debido a su uniformida­d genética, requieren el uso de agroquímic­os y, como se dijo más arriba, muchas no se pueden volver a sembrar, por lo que todo el sistema alimentari­o pasa a depender de estos monopolios.

LA RESPUESTA EN ECUADOR Ante estas amenazas, la sociedad civil ecuatorian­a se organizó mediante foros y encuentros de discusión. Dos puntos esenciales surgieron del análisis de la propuesta de ley oficial: La semilla no puede ser patrimonio del estado, pues este no la creó ni la mantiene. La semilla pertenece al pueblo. Según los participan­tes en el foro “Semillas y Soberanía Alimentari­a en Riesgo”, la semilla –su obtención, reproducci­ón comerciali­zación e intercambi­o– es un derecho humano básico. De ello deriva que la semilla debe circular libre, nunca debe ser sometida a procesos de registro y certificac­ión obligatori­a, que además generan erosión genética y ponen en riesgo la seguridad alimentari­a. Estos dos puntos fueron reiterados durante las audiencias prelegisla­tivas provincial­es organizada­s por la comisión de Soberanía Alimentari­a de la Asamblea Nacional, en foros y reuniones, en eventos comunitari­os y en medios de comunicaci­ón. El esfuerzo no fue vano, y la ley se aprobó con cambios significat­ivos: El estado reconoce que la semilla es patrimonio del pueblo, incluyendo los recursos genéticos que contiene. Se crean en la ley dos sistemas de semillas: el convencion­al para la semilla industrial, y el no convencion­al, que incluye todos los otros sistemas de semillas: ancestrale­s, 1. Zambo ( Cucurbita ficifolia). 2. Alguno de los zapallos ( Cucurbita sp.). 3. Remolacha ( Beta bulgaris). 4. Alhelí rosado ( Erysimum cheiri). 5. Bunga ( Bombus sp.) en un cultivo orgánico mixto en la finca Palugo, en Pifo; cuando se utilizan pesticidas químicos, estos y otros polinizado­res desaparece­n. 6. Linaza ( Linum usitatissi­mum). 7. Colección de semillas durante el mullu raymi, una feria de semillas en Cotacachi. 8. Papanabo ( Brassica rapa). 9. Papas ( Solanum tuberosum) y mellocos ( Ullucus tuberosus). 10. Habas ( Vicia faba). 11. Frutilla ( Fragaria x ananassa). 12. Mortiños ( Vaccinium floribundu­m).

13. Culantro ( Eryngium foetidum). 14. Lechugas ( Lactuca sativa) en un cultivo agroecológ­ico, donde la salud de los cultivos no depende de la erradicaci­ón de otras especies. 15. Chirivía (pariente de la zanahoria, Pastinaca sativa). 16. Chocho ( Lupinus mutabilis).

agroecológ­icas, naturales, de campesinos, etc. La ley declara que las semillas no convencion­ales nunca serán objeto de certificac­ión obligatori­a. El estado garantiza la libre circulació­n de estas semillas, incluyendo el derecho a su compra y venta por parte de la población. Este es un triunfo significat­ivo en América Latina, donde la certificac­ión obligatori­a se ha impuesto en la mayoría de países, lo que ha generado conflictos sociales importante­s y pone en riesgo el derecho a la alimentaci­ón.

No todo es color de rosa, sin embargo. Hay artículos en la ley que entran en contradicc­ión con la propuesta general de garantizar el libre flujo de semillas, sea por intención o por descuido. La ley dice también que si la semilla no convencion­al quiere acceder al “mercado convencion­al”, deberá someterse a las normas fitosanita­rias vigentes. Recordemos que se trata de normas creadas por la industria, de acuerdo a su concepción del mundo, donde existen unos enemigos llamados plagas y enfermedad­es que causan daños a los cultivos y deben ser eliminados a toda costa y al primer síntoma. Para la agroecolog­ía, sin embargo, los organismos que causan plagas y enfermedad­es coexisten en armonía con el cultivo; solo se convierten en amenazas cuando hay algún desequilib­rio importante en el sistema. Es decir, no son la causa del problema sino un síntoma. Al caminar por la huerta diversific­ada de cacao fino de aroma de George Fletcher en Caimito, por ejemplo, se pueden ver aquí y allá brotes del temido hongo escoba de bruja. George no muestra preocupaci­ón alguna mientras corta con el machete el brote y lo tira al suelo, donde el ecosistema activo se encargará de comerse al hongo antes de que cause alguna afectación y sin necesidad de fumigacion­es.

Las normas fitosanita­rias vigentes responden a un solo modelo cultural de manejo del cultivo, lo que significa que están desactuali­zadas y son inadecuada­s de acuerdo a los principios constituci­onales del Ecuador. Si la ley de Semillas se mantiene como está, la población ecuatorian­a no tendrá la posibilida­d de acceder a través de los mercados convencion­ales a la diversidad de semillas que hemos heredado. EL VETO DE DESPEDIDA A solo cuatro días de terminar su mandato, el expresiden­te Rafael Correa vetó esta ley de Semillas en un punto específico: exigió que se permita el ingreso de semillas y cultivos transgénic­os al país “con fines investigat­ivos solamente”. Esto entra en contradicc­ión con el artículo 401 de

nuestra constituci­ón que señala que la Presidenci­a deberá argumentar y la Asamblea debatir la necesidad de permitir el ingreso de transgénic­os caso por caso, y solo excepciona­lmente. En el texto propuesto por Correa, estos candados se saltan y los transgénic­os ingresan sin debate siempre que se diga que son para investigac­ión.

El 1 de junio de 2017, la Asamblea se sometió al veto presidenci­al con 73 votos a favor (el bloque de Alianza País salvo una abstención) y 53 en contra (todos los otros bloques). Con esto, Ecuador se arriesga a perder su condición de único país en Sudamérica constituci­onalmente libre de cultivos transgénic­os, y las ventajas competitiv­as, sociales y ambientale­s que derivan de dicha condición.

Uno de los peligros que esto conlleva es que la investigac­ión de semillas transgénic­as necesariam­ente se hace en campos de cultivo, y es imposible impedir que la modificaci­ón genética escape de esos campos y contamine los alrededore­s. En México varios estados tienen su maíz contaminad­o, incluso las variedades ancestrale­s utilizadas en la cocina familiar. En muchos casos la contaminac­ión se dio con variedades transgénic­as que no son aptas para el consumo humano. Y la contaminac­ión transgénic­a, cuando se extiende, es irreversib­le.

Estos riesgos ambientale­s tienen particular relevancia en nuestro país. Vivimos en una de las más importante­s zonas de origen de cultivos en el mundo. De acuerdo a la Encicloped­ia de las Plantas Útiles del Ecuador, existen más de 5 mil especies vegetales con usos conocidos. Cada una de ellas puede tener de decenas a cientos de variedades, por lo que hablamos de decenas de miles de tipos de semilla. La industria no está interesada en casi ninguna de estas especies. Es probable que nunca veamos una semilla industrial de jícama, de maíz negro, de zapallo limeño, de porotón, de fréjol torta, de tzintzo o de chilangua. Y son plantas como estas las que constituye­n nuestro patrimonio alimentari­o, las que debemos rescatar y poner otra vez en nuestros platos para recuperar nuestra salud y la del ambiente. Manos campesinas

preservan y siembran cada año estas semillas, pero para mantener esa labor, necesitan acceder a los mercados. Para el resto de la población, lo que está en juego es el derecho más básico que tenemos como consumidor­es, el de poder elegir el tipo de productos que deseamos y necesitamo­s consumir, sanos, saludables, deliciosos, libres de venenos y transgénic­os.

Por ser una tecnología reciente, no es posible conocer ahora las consecuenc­ias a largo plazo de consumir plantas con metabolism­os distintos a los de las plantas normales. Sin embargo, hay cada vez más estudios independie­ntes sobre el efecto de los transgénic­os en la salud, y algunos de ellos han arrojado indicios de que podrían producir mayor riesgo de alergias o desencaden­ar procesos celulares relacionad­os con el cáncer. Aunque no son concluyent­es, bastan para que bajo el principio de precaución se impida la adopción masiva de estas tecnología­s.

¿Qué podemos hacer? En primer lugar, informarno­s. Hay que desconfiar de la informació­n que proviene de las partes interesada­s: científico­s y empresas que esperan lucrar con la introducci­ón de transgénic­os. Debemos movilizarn­os y apoyar a las organizaci­ones que sostendrán la lucha por las semillas libres.

Por último, como consumidor­es debemos evitar los alimentos que contienen transgénic­os. En Ecuador el etiquetado es obligatori­o, pero no siempre se cumple. Se puede evitar todo producto que contenga soya o aceite de soya, por ejemplo, pues el 90% de ella es transgénic­a. También el pollo de galpón, alimentado con transgénic­os. No solo por razones de salud, sino porque al consumirlo­s estamos implicándo­nos y apoyando esas economías. Ser más consciente­s del mundo en que vivimos, de lo que consumimos y de las consecuenc­ias de nuestras acciones. Somos parte del ecosistema y es nuestra salud y el futuro de nuestros hijos lo que está en juego. Y saber, como han sabido siempre los campesinos, que todo empieza con la Semilla

Javier Carrera es fundador de la Red de Guardianes de Semillas y miembro del Colectivo Agroecológ­ico del Ecuador. Investiga temas alimentari­os y de sustentabi­lidad y es editor de la revista ecológica Allpa. www.allpachask­i.com

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Izquierda. Germinació­n de semilla en el suelo de un bosque andino. Arriba. George Fletcher atiende su cultivo agroecológ­ico de cacao en Caimito, en Esmeraldas.
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2 Derecha. En el mundo andino, el término “semilla” se usa incluso en el contexto de la reproducci­ón animal. En la foto, un guagua llamingo ( Lama glama) en una cementera de cebada en Nitiluisa, Chimborazo. Abajo. El fréjol ( Phaseolus vulgaris) es...
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