Orquídeas: armonía y desvarío
Las orquídeas rompen los esquemas de lo que consideramos “normal” en el reino de las plantas. La arquitectura de sus flores, su historia natural, los mecanismos por los que evolucionan junto con sus aliados ecológicos y la enorme diversidad de especies embelesan por igual a expertos y aficionados. David Parra nos lleva a una primera inmersión en el universo complejo y fascinante de las orquídeas.
Quien diga que la fantasía es una cualidad únicamente humana, jamás ha contemplado una orquídea. Y quien no lo ha hecho, apenas relacionará este nombre con un vago concepto de flor exótica. En realidad, las orquídeas sí son flores o, mejor dicho, plantas con flor, pero sus atributos van más allá de lo que solemos asociar con la palabra flor. Quienes han sucumbido ante su belleza estarán de acuerdo en que las orquídeas son una expresión extrema del equilibrio entre armonía y demencia al que llamamos vida.
Empecemos por olvidar la clásica forma que asociamos con una flor: redonda, con pétalos iguales, como las margaritas, pues corresponde con solo una fracción de todas las flores. La variedad de diseños en el vastísimo mundo vegetal alcanza una de sus cúspides en las orquídeas. Hay que considerar que estamos ante la familia más diversa de todas las plantas con flor, con más de 25 mil especies registradas, cada una más disparatada que la otra.
Basta con hacer la prueba y entrar a un orquideario para observar con detenimiento sus formas, tamaños, estructuras, aromas, colores… Media hora de psicodelia será suficiente para salir absortos, sin buscar ya respuestas ante las inverosímiles formas. Luego, una segunda inmersión, más sobria, o un poco de ayuda experta, permitirán descubrir que estas irreverentes y en apariencia caóticas formas en realidad siguen normas claras de diseño: las flores de todas las orquídeas tienen seis piezas externas, llamadas tépalos para ahorrarse la diferenciación entre pétalos y sépalos, como en las flores “normales”. Los tépalos están ordenados en dos grupos que forman estrellas de tres puntas colocadas una sobre la otra, de manera que la de atrás tiene dos tépalos ha- cia abajo y uno hacia arriba, mientras que la de adelante tiene dos hacia arriba y uno hacia abajo. Este último, que recibe el sugerente nombre de labelo, suele ser distinto al resto, con formas más exuberantes. Sobre él se inclina una estructura ligeramente curva, llamada columela, donde se fusionan los órganos reproductivos de la flor. En vez de seguir un patrón circular donde varias piezas iguales rodean un centro, como en las flores comunes, las orquídeas tienen simetría bilateral, con una mitad izquierda y otra derecha, como un rostro humano y como casi todos los animales. Esto les permite imitar con sorprendente proximidad las formas de insectos para los fines que veremos más adelante.
Para darnos una rápida idea de la inverosímil variedad de las orquídeas, podemos decir que las flores más pequeñas miden menos de un milímetro y las más grandes superan los treinta centímetros de largo. Que pueden ser de un solo color tenue: blancas, amarillas, violetas, celestes, o de vivos fucsia, naranja, amarillo y rojo, como las Masdevallia de los bosques húmedos americanos. Algunas muestran una delicada coquetería, subrayando el labelo con un atractivo toque amarillo en medio de tonos pastel. También destacan las oncidinas con su carnaval de manchas, rayas y combinaciones extravagantes. Para completar el espectro, está la Dracula vampira, de las húmedas grietas de montañas andinas, que hace honor al famoso pasillo “Flores negras”.
Al hablar de formas, el labelo suele ser el protagonista con sus estructuras onduladas, crestas, dientes, vellos, canales, plataformas de aterrizaje planas, arrugadas, en túnel e, incluso, hecho pelota. Para que su arquitectura encaje con la columela, no faltan las guaraguas, laberintos, bolsas o zapatitos que la envuelven. Los tépalos secundan al dúo central, formando un halo de estructuras alargadas, ovaladas, redondas, curvas, onduladas, muy finas o carnosas. ¿Y qué decir de esas verdaderas efigies de insectos que resguardan
la entrada de tantas orquídeas? Una búsqueda de imágenes en internet es una invitación a la locura: bailarinas, dragones, voladoras, ogros, arañas, fantasmas, vampiros, ángeles, mariposas, cometas y hasta la flor de Dios, del Espíritu Santo y de la muerte…
El lector suspicaz podrá imaginar hacia dónde va esta profusa descripción, sin duda corta en su intento por poner en palabras tanta complejidad. La respuesta es la seducción, tema del próximo artículo de este especial. Toda esta explosión de formas, tamaños y colores es impulsada por el poderoso motor de la reproducción. Las flores, en general, son el dispositivo que usan las plantas para atraer a algún animal que preste el servicio de transporte de polen entre cuerpos verdes que deben amarse a distancia. Pero las orquídeas, maestras indiscutibles, han llevado este arte al extremo. En unos casos, recompensan a sus visitantes con néctar, almidón, ceras o perfumes. En otros, recurren a la estafa, la extorsión y el secuestro express, aunque con la elegancia o, al menos, la inigualable genialidad que solo las orquídeas parecen alcanzar. Hay trampas disparadoras de polen, calabozos con ventanas, imitación de aromas de lo que sus polinizadores comen, remedo de machos para combatir o de hembras para copular (que deriva en un curioso truco llamado pseudocopulación, que podríamos traducir como “dizqueapareamiento”).
Estas fascinantes historias de engaño y pasión alcanzan niveles de sofisticación insospechados, que son materia de otro cuento. Hay relaciones menos escandalosas, aunque no menos interesantes. Pasada la polinización, la flor se convierte en fruto. Al cabo de un tiempo, la cápsula del fruto se parte y libera miles o millones de semillas diminutas que se dispersan como polvo en el viento. Su transporte está resuelto, mas para ser microscópicamente ligeras las orquídeas han tenido que sacrificar las reservas nutritivas que car- gan las semillas de otras plantas y que permiten su germinación y crecimiento.
No faltará quien aquí invoque prejuicios moralistas sobre la debilidad tras la belleza efímera. Limitándonos a los hechos, digamos que después de tramar todo un plan de seducción a terceros para lograr reproducirse, las orquídeas también necesitan ayuda para nacer. En este caso prefirieron recurrir a un viejo truco usado por casi todas las plantas del mundo. Se trata del negocio de las micorrizas; es decir, una asociación con ciertos hongos que se instalan en sus raíces. En esta transacción el hongo recibe azúcares, producidos por fotosíntesis por la orquídea, a cambio de nutrientes, de manera que ambos se benefician.
Para las orquídeas, la ayuda de las micorrizas es cuestión de vida o muerte. Las leves semillas que no aciertan a caer en un lugar rico en micorrizas, nunca pasarán de ser polvo. Las que sí lo consiguen, se dejan envolver y nutrir por los citados hongos. Solo entonces la cáscara que rodea a la semilla se rompe y el diminuto embrión (de apenas 8 a 700 células, según la especie) se desarrolla y forma una masa verde encima del hongo. Esta orquídea recién nacida se llama protocormo. Así, poco a poco, la orquídea crece y toma
forma. En algún momento desarrolla pequeñas raíces, tallos y hojas que eventualmente le permiten alcanzar la independencia.
Sin embargo, nunca faltan las que escogen el camino fácil. En la familia existen unas cien especies que abusan de la hospitalidad de sus padrinos y se convierten en verdaderas parásitas, al punto que ni siquiera se molestan en producir hojas ni tejidos verdes que les permitan alimentarse por fotosíntesis; a veces ni siquiera desarrollan raíces. Eso sí, estas modestas plantas blancas o cafés suelen no escatimar en gastos al momento de florecer. Según las preferencias de polinizadores, unas producen flores engañosamente sencillas, filigranas en miniatura o las clásicas bellezas de feria. Como ejemplo de estas orquídeas, en Ecuador tenemos la Wullschlaegelia calcarata, tan rara como su nombre. Con todo, ninguna supera en rareza a la orquídea subterránea australiana ( Rhizanthella gardneri), que cuando al fin emerge a la superficie parece cualquier
cosa menos orquídea y utiliza su sistema de micorrizas como sorbetes para extraer nutrientes de un arbusto llamado mirto escoba; es decir, actúa como parásita de otra planta a través de micorrizas intermediarias.
Vale aquí una puntualización: este insospechado abuso de confianza es la excepción, no la norma. La forma de vida más amplia entre las orquídeas nada tiene de conflictiva. Un 70% de todas las orquídeas viven encaramadas sobre las ramas de los árboles, sin perjudicarlos. Se las llama epifitas porque se aferran a la corteza de sus vecinos solo para sortear la escasez de espacio y luz que impera en el suelo del bosque. Claro está, la vida de acróbata tiene sus propias exigencias y ha generado una aparente paradoja. Incluso en los bosques más húmedos, las orquídeas tienen adaptaciones para soportar la sequía, como reservorios de agua en tallos y hojas y una técnica especial para ahorrar agua durante la fotosíntesis, común entre las plantas de hojas suculentas que abundan en ecosistemas secos, que les permite cerrar sus estomas, unos poros en su piel que regulan la transpiración.
Por ello, las orquídeas son en general resistentes y relativamente fáciles de cuidar. Claro que una cosa es mantenerlas con vida y otra muy distinta es tenerlas sanas y dispuestas a florecer. En realidad, cada especie exige condiciones muy precisas de humedad, luz y temperatura, lo que les permite repartirse el espacio vertical a lo largo de un mismo árbol y horizontal entre valles, montañas o regiones. Se cree que la colonización de los árboles fue un detonante de la increíble explosión evolutiva de esta familia, junto con la especialización de interacciones con polinizadores y micorrizas exclusivos. El hábito epifito de las orquídeas es un fabuloso ejemplo de cómo las interacciones ecológicas favorecen la evolución y esta a su vez las retroalimenta, generando un espiral cada vez más acelerado de diversificación de especies.
La increíble capacidad de adaptación y resistencia de las orquídeas les ha permitido extenderse por casi todos los rincones del planeta, a excepción de ecosistemas extremos como desiertos verdaderos y hielos perpetuos. Pueden prosperar sobre los árboles, como vimos, y también en las rocas o en el suelo. Eso sí, la gran mayoría habita en los trópicos y en ecosistemas húmedos. La complejidad de los paisajes y ecosistemas también significa una mayor diversidad.
Como en nuestro país hay variedad de ecosistemas húmedos, cada uno más complejo que otro, contamos con las condiciones ideales para una elevada diversidad de orquídeas. Frases similares suelen escucharse sobre los anfibios, aves, insectos y muchos otros grupos de seres vivos. Lo sorprendente en el caso de las orquídeas es que Ecuador alberga un número similar de especies que Colombia, país cuatro veces más grande. En ambos países, los inventarios más recientes de orquídeas superan las cuatro mil especies, algunos cientos de especies por encima de la gigantesca Brasil y de las exóticas Indonesia y Papua Nueva Guinea, que no superan los tres mil.
Desde luego, estos datos se vuelven aún más increíbles si recordamos que este registro de especies se ha realizado en una auténtica carrera contra la destrucción de ecosistemas, especialmente durante el último siglo. Esta inmensa diversidad de orquídeas es realmente un recuerdo de lo que existió antes de que destruyamos el 73% de los ecosistemas de la Costa, el 60% de los de la Sierra (la región con mayor diversidad de orquídeas) y 16% de la Amazonía, según los últimos datos de cobertura vegetal del ministerio del Ambiente. Cada año se descubren nuevas especies, pero la velocidad de destrucción de hábitats sigue siendo brutal y es la principal amenaza a este fascinante patrimonio vivo.
Otra gran causa de extinción es el resultado de un amor enfermizo. Como víctimas de su propia seducción, las orquídeas incitan un gran mercado de fanáticos que quieren
tenerlas en su propia casa. Por supuesto, esto no sería un problema si se tratara de plantas criadas desde la semilla. Un solo fruto provee miles de semillas, de manera que tomar unas cuantas no afectaría a las poblaciones silvestres. Desde hace alrededor de un siglo conocemos un método para hacerlas germinar: se remplaza las micorrizas por medios de cultivo nutritivos en ambientes controlados. Este proceso requiere cierta inversión, conocimiento específico y, sobre todo, mucha paciencia. Como la paciencia no es la mayor cualidad que caracteriza al humano promedio –y mucho menos al mercado– son en realidad muy pocas las empresas que lo hacen en nuestro país. Algunas incluso combinan la germinación en laboratorio con la extracción directa de plantas silvestres, lo que confunde a los clientes conscientes y a las autoridades de control. Por tanto, a pesar de que en las leyes nacionales e internacionales está la prohibición expresa de la extracción de orquídeas de su hábitat natural y de que existen procedimientos estrictos para obtener un permiso de comercialización, el tráfico de orquídeas parece crecer al son del mercado, a diferencia de los laboratorios de germinación que no aguantan la competencia desleal. De todas maneras, existen unas pocas iniciativas de producción y comercio responsable de orquídeas, algunas de las cuales benefician a comunidades asentadas a los pies de bosques y montañas del país.
Tal vez el legado de esta corta pero profunda era mercantil sea un mundo con pocas orquídeas pequeñas y terrestres, con flores discretas. Después de todo, los bosques son cada vez más escasos y su conservación sigue siendo utópica. La extinción es normal en el juego de la evolución, los turnos se reparten entre las especies mientras se escribe el dinámico guion de la vida. Nuestro ambiguo papel, entre antagonistas y enamorados de la naturaleza, se ha vuelto determinante en el destino de las fascinantes protagonistas de este artículo
David Parra Puente es biólogo especializado en educación ambiental. Se dedica a la producción de material educativo con énfasis en niños y jóvenes.