El encantamiento por las aves
Hay algo en las aves que causa fascinación. Millones de personas alrededor del mundo las observan por el puro gusto de hacerlo. Mirando a su propio embeleso, Juan Freile intenta explicarnos por qué.
Hay cosas difíciles de explicar. Gustos, anhelos, impulsos, pasiones... Cosas que, como se dice, nacen del corazón. Que una persona se dedique a ver pájaros puede ser difícil de comprender, porque difícil es también explicarlo. Ante la inevitable pregunta de por qué a uno le interesa mirar aves, la respuesta más común es la que, sin decir nada, lo dice casi todo: porque son lindas.
Alguna vez rondaba por el norte de Manabí, no muy lejos de un bosque húmedo. Frente a mí tenía un encocado de camarón de río, junto al plato una cerveza y, un poco más allá, mis binoculares. Carmelina, la alquimista del encocado, curioseaba sin disimulo mis pocos tereques y mi aspecto desgarbado, extraño en una tierra donde la mayoría de hombres tiene los brazos nervudos de tanto trabajar la tierra.
—Y usted —disparó la pregunta—, ¿qué es que anda haciendo por acá?
—Buscando pájaros —respondí, con la inseguridad que suele invadirme cuando alguien me pregunta lo que hago de mi vida.
—¿Qué, cazándolos? —dijo, con evidente duda. —No, mirándolos. —¡Mirándolos! —contestó, subrayando su respuesta con los dedos índices delante de sus
ojos. Para Carmelina, lo que andaba haciendo yo por allí era pasarme de ocioso.
Y sí, Carmelina tenía razón. Ver aves es una tarea lenta, pacienzuda, con más pausas que prisas, silenciosa, casi introspectiva. Es como un deporte en el que solo se juega a jugar. Sin embargo, es una tarea (o un deporte) que tiene muchísimos adeptos, con distintos fines y alcances, pero adeptos al fin (adictos, inclusive). Es una forma sosegada de aproximarse a la naturaleza, un modo de alargar el tiempo.
Los seres humanos tenemos por instinto la mirada atenta al ecosistema que nos rodea. Nos demos cuenta o no, nuestra naturaleza es ser parte de la naturaleza. Por eso mirar aves no tiene nada de raro ni de nuevo. Aunque no reparemos en ello, todos percibimos cuando un ave se nos cruza por delante. Puede ser solo un parpadeo que luego puede ralentizarse, convertirse en un momento y, después, en una abstracción. Todos somos de alguna manera pajareros. Sin irme muy lejos, mi mamá supo cuando llegó por primera vez un sabanero azafrán y luego un sinsonte tropical a nuestro barrio. Ella no tiene binoculares ni la afición por el pajareo, pero conoce, quizá sin percatarse que conoce, las aves de su jardín.
Esa observación casi instintiva es la que nos permitía reconocer a las especies que cazábamos de aquellas menos apetecibles, o esas especies que representaban algún peligro de las tantas otras inofensivas. En nuestros tiempos más silvestres, reconocer un gran ave depredadora o una apetitosa era una cuestión de vida. A poco, la observación se refinó. Empezamos a entender que la llegada o la partida de algunas aves marcaba los cambios estacionales en el clima y en los tiempos agrícolas. Luego, empezamos a asociarlas con ciertos ecosistemas, a entender los favores que algunas nos proveían, a procurar domesticarlas. Y luego, a vincularlas con deidades o con fenómenos de difícil explicación (el origen y el fin de la vida, la suerte y el destino, la fertilidad).
Con el paso del tiempo, fuimos aprendiendo más acerca de la naturaleza e interpretando sus fenómenos a la luz de nuevos conocimientos. Empezamos a plantearnos preguntas que daban paso a otras. Fuimos transformando nuestro modo de observar y cambiando las maneras de apreciarla. Las preguntas se hacían globales. Si las aves se van cuando llega el frío, ¿a dónde se van? ¿Cómo es la tierra
a donde llegan, cómo son las aves que viven allá? Si hay tantas aves, ¿cómo se originaron, dónde? ¿Por qué pueden volar? ¿Por qué pueden tejer si no tienen manos? ¿Qué dicen cuando cantan? ¿Cuántas son, dónde están, en qué se diferencian, por qué?
Tanta preguntadera dio origen a una nueva forma de aproximarse a las aves, la ornitología como disciplina científica, aunque no hay modo de descifrar si la ciencia antecedió a la afición por observarlas, o viceversa. Esta rama de la zoología creció mucho y muy rápido. Las aves, a diferencia de otros organismos, han brindado mayores facilidades de estudio por ser más fáciles de observar, acaso más abundantes, más sonoras, menos escurridizas (salvo excepciones), más ubicuas, inofensivas y, desde luego, más bonitas (salvo excepciones).
Tras un par de siglos de ciencia, surgió la observación sin otro fin que disfrutar. Los historiadores de la ornitología ubican el nacimiento de la afición por las aves hacia fines del siglo XIX, a uno y otro lado del Atlántico norte. En Estados Unidos, este hobby creció exponencialmente en las primeras décadas del siglo XX. Frank Chapman, prominente investigador del Museo Americano de Historia Natural, fue uno de los pioneros en juntar sus intereses científicos con el placer por observar aves, e impulsó esta actividad recreativa al crear la revista Bird lore, en la que mostraba el mundo de las aves al público en general. También escribió sendos tratados sobre las aves de América tropical, incluido el primer libro sobre las aves del Ecuador. En paralelo, otro connotado ornitólogo, Robert Ridgway, había subrayado que hay dos modos de hacer ornitología: el científico y el popular. Este segundo modo, en sus palabras, “con sabor a bosque salvaje, verdes prados, riberas y costas, cantares y naturaleza extramuros”.
En cuestión de décadas, la afición creció muchísimo. La publicación de la primera guía ilustrada de las aves de Norteamérica, hacia 1934, arrojó a miles de personas –literalmente– a montes, lagos y bosques tras las aves silvestres, en una suerte de cacería que reemplazaba los rifles por binóculos. Y así, en cuestión de
veinte o treinta años, la masa de observadores de aves leudó de unos pocos cientos de fanáticos a más de un millón, solo en Estados Unidos.
No hay datos certeros del número actual de observadores de aves en el mundo, pero se sabe que somos un montón. En Norteamérica es la modalidad de turismo de naturaleza más importante, con cálculos que superan los millones de observadores. En el Reino Unido, la sociedad real para la protección de las aves rebasa el millón de miembros. En Suecia, Dinamarca o Finlandia, promedian los 15 mil. En Francia los 50 mil. En nuestra región las cifras están todavía lejos. En Colombia se estima en ochocientos la cantidad de pajareros; Argentina o Brasil han superado algunos miles. Nosotros, en Ecuador, somos menos. He intentado contarnos varias veces, sin mayor
La emoción de las primeras observaciones puede transmutar fácilmente en afición. Resulta difícil resistirse al inexplicable fenómeno del vuelo, a la perfecta ingeniería de una pluma, a cantos de complejidad extrema o a plumajes “inauditos”.
éxito. O pierdo la cuenta cuando paso de doscientos o me distraigo pensando en otra cosa. Es probable que seamos, con facilidad, cerca de trescientas personas las que observamos aves con relativa frecuencia, pero, ¿cuántas habrá que solo observan por ocasión, que atraen aves a sus jardines o que se abstraen un momento mirándolas sin saber que eso es también una forma de ser pajarera?
Muchos amigos pajareros, en especial europeos o estadounidenses, empezaron a observarlas como muchos empezamos a practicar un deporte: en la infancia. Mi infancia, en cambio, transcurrió casi completa detrás de una pelota. Me gustaron las aves más por casualidad, incluso por sobrevivencia. Iniciaba mi segundo año de universidad con más incertidumbres que certezas. Unos amigos se arrimaban a la botánica, otras a la microbiología, al estudio de anfibios, palmas, murciélagos o mariposas. Di por sentado, entonces, que para subsistir en la carrera me tocaba elegir. Empecé por los reptiles. Lindos, misteriosos, un campo abierto para investigar, pero elusivos. Estudiarlos, al menos para un inexperto absoluto, implicaba horas de contar escamas, mientras sorbía vapores de alcohol y formol. Deserté. Luego vino el casual encuentro con un libro ( Aves de Colombia) que parecía aliviar el trabajo de microscopio y museo. Y sobrevino el encantamiento.
No obstante, mirando en retrospectiva, podría argumentar que esta afición de hoy también tuvo sus orígenes, aunque subrepticios, en la infancia. Recuerdo algunos pasajes de ensimismamiento ante lo que en ese tiempo llamaba petirrojo y petiamarillo –que ahora llamo pájaro brujo y huiracchuro. Me llamaba la atención que el petirrojo se posara lamparosamente en postes o alambres de púas alrededor de mi casa, y que el petiamarillo volara
siempre más arriba hacia las copas de los eucaliptos y aguacates. Otro pájaro integraba la trilogía de mi ornitología infantil: el petiazul, aunque su existencia tenía más relación con mi entusiasmo por completar el tricolor de la patria que con un ave real que habitara los jardines de mi infancia.
Observar aves despierta varias emociones positivas. La alegría que llegan a sentir algunos al mirar un ave determinada por primera vez tiene tintes de exaltación. He visto pajareros celebrando con burbujas de jabón o chocando manos en señal de victoria. No verlas puede resultar frustrante, según las expectativas que se tengan. Me ha sucedido. Salvando estos reveses, la experiencia es gratificante porque siempre hay algo para observar o para escuchar. Un colega británico de mis primeros años lloró el día en que tuvo un colibrí posado en la mano. A mí me sale una ‘u’ larga cuando veo algún ave que siempre quise ver o cuando veo por enésima vez alguna de mis predilectas. Tengo grabadas las instantáneas del momento en que vi algunas especies. La primera imagen de una tangara multicolor, endémica de Colombia, sigue nítida: la luz lateral de esa mañana, el follaje súper verde y un macho adulto posado junto a la lindísima tangara lentejuelada.
Pajarear, aunque no parezca, puede ser intenso y agotador. Pero el cansancio al final de una jornada es alegre. Muchísimos pajareros se trasladan cientos o miles de kilómetros detrás de unas pocas especies que faltan en su colección; algunos regresan al mismo sitio una y otra vez hasta observarlas “todas” o hasta dar con aquellas que les esquivaron en ocasiones anteriores. Cuatro colegas internacionales que viven en el país marcaron el récord mundial de más aves observadas en un día (431 especies en veinticuatro horas), una auténtica maratón. Buscar aves con ellos es felizmente “brutal”. Le faltan horas al día. Algo parecido sucede cuando se pajarea con colegas más inclinados por la ciencia. Uno de ellos (ver ETI 72) parece tener los ojos abiertos el doble de lo normal y un hervidero de preguntas en la cabeza. Otro parece tener el olfato de una zarigüeya para encontrar los nidos más recónditos donde uno no ve más que marañas de vegetación. Otro parece que lo ve todo en cámara lenta: no se le escapa un ave ni una planta, y para todas tiene un nombre.
Hay modos adicionales de acercarse a las aves. Varios colegas del noroccidente de Pichincha han convertido al pajareo en un modo de vida. Uno de ellos, Ángel Paz, transformó la observación de aves con una
medida al parecer sencilla, aunque de una complejidad particular: “domando” a tororois, colines y otras aves casi imposibles de ver de otra manera. Con hartísima paciencia, logró acostumbrarlas a salir de la espesura del bosque al escuchar su llamado para comer las lombrices que les trae. Otros amigos, Sergio y Doris Basantes, siguiendo los pasos de Ángel, tienen uno de los refugios más agradables para observar aves comiendo frutas. Acercarse a las aves convirtió a estas personas en férreas defensoras de la naturaleza.
Si observar aves es un oficio de paciencia, hacerlo en la noche lo es por partida doble. En el día siempre hay movimiento y sonidos de aves que nuestros ojos diurnos persiguen con avidez. En la noche todo cambia. Observamos con los oídos. Pajarear en la noche tiene una carga de suspenso que alcanza su cúspide cuando el coro de ranas e insectos es interrumpido por la voz de un ave nocturna. Con las pupilas dilatadas y una linterna focal podemos intentar, generalmente sin éxito, encontrarla. Podemos, también, disfrutar del sonido y punto. Este es el modo de pajarear de Juan Pablo Culasso, colega pajarero uruguayo. Juan Pablo es ciego de nacimiento. Con su oído absoluto, Juan Pablo aprecia todas las dimensiones del sonido. Para él, la intensidad de un primer encuentro con el canto de un ave o con un nuevo paisaje sonoro es inmensurable. Lo que los demás vemos con los ojos, y más, Juan Pablo lo ve con los oídos.
Aunque nuestro frustrado anhelo de volar podría explicar, al menos en parte, este gusto por las aves, prefiero pensar en que no hacen falta explicaciones. Prefiero quedarme con el gozo de cada observación y con la vibración de cada sonido; con las motivaciones y las alegrías de cada colega pajarero o pajarera. Más por casualidad que por otra cosa, las aves se pusieron en mi destino, y me han hecho feliz de un modo particular. Me da la sensación de que es la felicidad, en realidad, la mejor explicación para ser un pajarero. Nada más