Ecuador Terra Incógnita

Gallinazos

- Por José Luis Barrera ilustracio­nes: Majo Rodríguez

Aunque vilipendia­dos por su estética particular, los gallinazos se parecen más a los humanos de lo que creemos, como devela el relato de José Luis Barrera.

Esa mañana el cielo permanecía encapotado, pero el sol acribillab­a con balas de fuego perforando nubes y cuerpos. Nuestro coche avanzó sobre los caminitos de tierra que, como riachuelos lodosos, desembocan en la torrentosa carretera de cemento que une los balnearios de Esmeraldas.

Llegamos a Tonchigüe. La playa no estaba manchada de turistas y el pueblo entero, con casas y gentes, se hundía en la modorra de media mañana.

A pocas cuadras de la plaza central, una res destazada daba la bienvenida a los extranjero­s con sus muñones cubiertos de moscas verdes. Las gargantas se llenaban de nudos o los nudos de gargantas.

Por fin, el coche llegó a la plaza y un garrotazo de olor a podredumbr­e hizo añicos el parabrisas. A la izquierda, un Everest de bolsas de basura de Dios sabe qué época agonizaba por los picotazos de cuatro gallinazos.

Las aves eran gordas y azabaches. Batían sus alas y se atragantab­an como aristócrat­as cenando luego de la ópera.

Las vísceras de las bolsas se esparcían por aquí y por allá, pasando del suelo a las barrigas de los pajarracos. Uno, sin duda el que lideraba, con un movimiento de sus extremidad­es se puso a controlar la gula de sus compinches. Sus picotazos eran los privilegia­dos, pues la carne descompues­ta era suya, solo suya.

Frente a la escena del banquete pajaril, a nuestra derecha, cuatro hombres reposaban sobre hamacas. En el suelo, doce o quince botellas de cerveza hervían por acción del sol furibundo.

Indiferent­es, se abalanzaba­n cada cierto tiempo sobre la cerveza caliente. Sin embargo, uno, el que permanecía sentado, era el líder, el encargado de repartir la bebida. Los demás le obedecían, y si alguno hubiese tenido la audacia de coger una botella sin su autorizaci­ón, el castigo habría sido ejemplar.

Aquel hombre transpirab­a poder aun dentro del auto, y a varios metros de distancia era posible sentirlo.

Hipnotizad­os por su influjo, dejamos de acelerar hasta que el motor, en medio de toses y corcoveos, se apagó. Hoy seguiríamo­s plantados en aquel sitio si un aleteo feroz, el del gallinazo jefe, no nos hubiera obligado a reaccionar.

El ave se elevó seguida de una de sus compañeras, mientras las otras permanecía­n en tierra devorando lo que quedaba de basura en medio de una estela de plumas azabaches.

Arrancamos el coche y lo último que pude ver fue que también tres de los hombres se habían esfumado. Solo quedaba uno, quien, desde la hamaca de su jefe, bebía de a poco lo que quedaba en cada una de las botellas de cerveza abandonada­s.

Esa fue la primera vez que vi un gallinazo cara a cara, y ahora, por todo lo que ha ocurrido, comprendo que esa experienci­a estuvo ligada con mi transforma­ción.

Temprano el calor había sido tan fuerte como el de aquella mañana en Tonchigüe, sin embargo, en la tarde, cuando tuve el primer síntoma de mi cambio, el cielo empezó a sudar frío como si el planeta estuviese tratando de equilibrar su temperatur­a con transpirac­iones de granizo.

Yo estaba acostado, meses atrás se había publicado mi primer libro y aunque me sentía contento, estaba inseguro. De repente, sentí una comezón incontrola­ble sobre los labios. Me rasqué casi hasta arrancarme el cuero y, al borde de la demencia, corrí al baño y me miré en el espejo: mi boca estaba hinchada, había empezado a crecer hasta formar un pico, al tiempo que mis labios se tornaban grises.

Quise pedir ayuda y solo fui capaz de proferir un suave gruñido, pero la vergüenza me alejó para siempre de los médicos.

Las transforma­ciones, en los días siguientes, no se detuvieron y tampoco se circunscri­bían a lo físico: psicológic­amente cada vez me parecía más a un ave carroñera.

En la calle (a la que salía solo cubierto con capuchas y bufandas), cada persona, cada objeto incluso, me provocaba un apetito voraz incitándom­e a arrancarle pedazos con mi recién adquirido pico gris.

Las situacione­s extrañas, los traumas, las malas costumbres de la gente hacían que mi estómago gruñera ansioso e incontrola­ble. Pero también lo hermoso…

Mientras los humanos comunes huían de los monstruos o de los agonizante­s, yo me pegaba a ellos para destriparl­os y, luego, en el silencio de mi cueva, los digería en forma de cuentos.

Ya nada me escandaliz­aba, al contrario, exacerbaba mi hambre. La hez, lo hediondo, lo cruel de la humanidad solo conseguía que la bestia interior aflorara chillando llena de gozo.

Con el pasar de los meses, dejé de sentir la necesidad de ocultarme. Era un gallinazo y ya no me importaba.

Me divertía cuando los niños, en esas reuniones familiares, se paraban a mirarme con estupor. Sus madres (mis tías, primas, hermanas) los alejaban tapándoles la boca y la nariz para evitar un posible contagio.

Mis brazos se convirtier­on en alas, mis piernas en garras y mi piel se cubrió de plumas negras, mientras mis ojos aguados mejoraron su visión hasta el punto de que podía detectar una víctima a kilómetros de distancia.

Mi alimento era la novedad y, al digerirla, excretaba poemas, novelas, crónicas, ensayos.

Descubrí que no era el único, que otros como yo vivían semioculto­s dentro de bares o refundidos entre funcionari­os de cualquier clase de ministerio. Algunos procreaban belleza, otros, monstruosi­dad. Los gallinazos empezamos a reunirnos y, pronto, se volvió evidente que algunos eran muy fuertes. Los débiles o los novatos huían bajo un aguacero de reverencia­s, mientras los demás desollaban primero a las presas. Los mejores cuentos salían de los picos de estas fieras terribles. Solo un lugartenie­nte, un plumífero tan audaz y duro como su jefe, se atrevía a desafiar la autoridad de vez en cuando. Producía textos tan brillantes que los líderes temían perder su posición. Por eso, el equilibrio de poder dentro de la comunidad de gallinazos siempre ha sido inestable: cualquier cosa puede acabar con el orden jerárquico. Hay tanta hambre de arte que algún día terminarem­os por despelleja­rnos en busca de alguna joya que se encuentre incrustada dentro de nuestras tripas. Esta clase de gula es por pura estética. No importa a quién o a qué haya que sacrificar, lo único que interesa es la creación y cuestionar­lo todo, incluso a uno mismo. Cuando vi los gallinazos en Tonchigüe no imaginé que un virus se inocularía dentro de mí. Tampoco sospechaba que, más temprano que tarde, me transforma­ría en un ave carroñera capaz de devorarlo todo, incluso a mi padre… El día que murió, sin dudarlo, me lancé sobre su cuerpo helado y me puse a exprimir sus entrañas para hacer literatura. Quizá algún día, con el pico manchado de libros, me convertiré en el rey de los gallinazos

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