Carta del editor
Lo primero que llamaba la atención de un niño que entraba al aula “de los grandes” –cuarto grado se llamaba– era la extraña maqueta que colgaba de la pared. Dos toscas tiras de yeso mal pintadas de verde y café. Representa el lugar donde vivimos, nos explicaban. En realidad, lo hacían los espacios entre las tiras –los valles– separados entre sí por otras grotescas cuicas –los nudos. Las correrías de adolescencia desnudarían la burda simplificación del modelo, y proveerían de matices y vivencias concretas a nuestra idea de los Andes.
Esta edición especial revisita esa idea, esta vez fijándonos en los otros seres vivos con que compartimos este espacio. Son de una diversidad inconmensurable, destaca el artículo introductorio de Patricio Mena. Además de existir por separado, estos organismos forman, formamos, una sola red de conexiones. Compartimos el mismo destino. Así como la cultura andina incorpora a la violenta historia geológica y a los pacientísimos mecanismos evolutivos que cubrieron con los mullos de la vida esas rocas, asimismo, digo, nuestro futuro está ligado al de su continuidad.
Quienes viven con la naturaleza conocen mejor esas interdependencias y atestiguan de primera mano su reciente deterioro. Valeria Sorgato averiguó para nosotros lo que algunas de esas personas e instituciones están haciendo en el noroccidente de Pichincha para revertir ese declive. Por otro lado, pocas juntas son tan estrechas como el bienestar del páramo y la provisión del agua que necesitamos para vivir. Diana Ulloa analiza los fondos de agua, los mecanismos con que hoy se busca proteger los páramos en nuestro país. Cerramos con un artículo que afronta un dilema infame: en vista del ímpetu de la devastación y la baja prioridad que damos a frenarla, los biólogos han establecido cuáles son las áreas mínimas que deberíamos conservar para salvar aunque sea alguito. David Parra nos cuenta dónde están.
Esperamos, estimada lectora, que encuentre a la altura esta edición sobre los Andes.