Agua y páramos: temas de fondo
La provisión de agua para las ciudades andinas depende del bienestar de los páramos que las rodean. Los fondos de agua han ganado favor como el mecanismo para protegerlos. Diana Ulloa reflexiona sobre su futuro a través de un análisis de las diferentes formas que han tomado en el país.
Cuando piensa en las fuentes del agua que utilizamos, nuestra mente evoca un río cristalino o una laguna en medio de las montañas. No es en vano. 5,7 millones de urbanitas ecuatorianos dependen del agua que proviene de las áreas protegidas, y 80% del agua que abastece a Quito viene de los páramos. Para que el agua llegue a la manguera con la que algunos quiteños lavan el carro, es necesario que recorra cientos de kilómetros desde el páramo a través de un complicado sistema de canales, tuberías y plantas de tratamiento. Esta maraña es lo que hace posible que con solo mover una perilla aparezca ante nuestros ojos el milagro del páramo.
Cerca de 2 millones de capitalinos aprovechamos el agua de las montañas. Damos por sentado que el agua está ahí, siempre disponible. Cuando sufrimos de desabastecimiento, protagonizamos épicas historias para conseguir el líquido e intercambiamos comentarios, jocosos o airados, sobre la incompetencia de los funcionarios. Poco pensamos en otros procesos que pueden comprometer el abastecimiento más allá de una falla técnica puntal: los páramos quemados, sometidos al pastoreo, forestados o explotados de maneras incompatibles con su capacidad de proveernos de agua.
Se nos dice que debemos cuidar el agua porque se termina y que las guerras futuras serán por el acceso al oro azul. Sin embargo, ¿cómo sabemos que esos ahorros al cerrar la llave mientras nos lavamos los dientes de verdad contribuyen a precautelar el agua de Quito? Para estar seguros, nos servirá saber de dónde viene, qué se hace para asegurar su suministro futuro y quién está a cargo.
Podemos empezar en la planilla que nos llega de la empresa metropolitana de Agua Potable y Saneamiento (EPMAPSQ). Un porcentaje de lo que pagamos mes a mes financia, en parte, el Fondo para la Protección del Agua para Quito (FONAG). Este fondo, en corresponsabilidad con la EPMAPSQ, gestiona cerca de 20 mil hectáreas de páramos y bosques cruciales para el mantenimiento a largo plazo de la provisión de agua para la capital.
Si no hemos oído hablar de una institución que cumple funciones que nos son vitales, quizá sea porque tanto el FONAG –establecido solo en el año 2000– como la estrategia de la que forma parte –los fondos de agua– son iniciativas más bien recientes. Los fondos de agua son instituciones que combinan mecanismos financieros con estructuras de gestión que buscan involucrar a todos los actores relacionados con el agua de una cuenca: el estado, el sector privado, la sociedad civil y los habitantes. Su objetivo es asegurar la provisión de agua para las ciudades a través de la gestión de un fideicomiso cuyo capital semilla genera recursos para la conservación de los ecosistemas que producen esa agua.
Los organismos internacionales vinculados al desarrollo que promocionan los fondos de agua como política pública, pronto tomaron al fondo de Quito como referente regional. El FONAG logró asegurar alrededor de US$ 11 millones para conservar las fuentes de agua para la capital, y fue la estrella de muchos foros y encuentros. Lo que lo destaca es la efectividad con que se han utilizado sus recursos: por cada dólar invertido se han recuperado US$ 2,5 (es decir, el agua logró multiplicar los recursos invertidos en la conservación). La receta ganadora del FONAG se basó en la adquisición de miles de hectáreas que estaban en manos de pocos terratenientes que utilizaban los páramos como pastizales. Fue el caso de las haciendas Campo Alegre y Mudadero en las cabeceras del río Pita; Paluguillo, entre Pifo y Papallacta; y Antisana, Antisanilla Contadero Grande y Pinantura, alrededor de La Mica. Estas áreas de conservación hídrica, que están en proceso de restauración, consolidan los beneficios de las grandes áreas protegidas de las que viene nuestra agua: Cayambe Coca, Antisana y Cotopaxi.
El riesgo es que, ante el éxito de la receta, se la intente aplicar en lugares con realidades particulares que demandan enfoques distintos.
Otros páramos, además de producir agua, albergan la vida de decenas de comunidades, en su mayoría indígenas, y no son, como en el caso que afrontó el FONAG, parte de latifundios ganaderos.
Imaginemos, entonces, que el páramo es la frontera de nuestra chacra de maíz y el pastizal de las vacas de las que depende buena parte de nuestro ingreso. Además, como para nuestros padres y abuelos, esas y otras actividades que realizamos en el páramo son parte de nuestra cultura, de nuestra forma de ser. Nos vamos a resistir, con razón, si nos informan que debemos dejar de usar el páramo, quitar nuestro ganado y salir de nuestras tierras para que la gente de la ciudad tenga agua limpia.
La resistencia de las comunidades ante las decisiones arbitrarias sobre sus territorios ha obligado a desarrollar variantes en la receta de la conservación, más allá de la cotización monetaria de la tierra y la posibilidad de pagar para adquirirla. De estas dinámicas nace, por ejemplo, la experiencia del Fondo de Manejo de Páramos y Lucha contra la Pobreza de Tungurahua (FMPLPT), conformado por tres organizaciones indígenas de la Unidad de los Movimientos Indígenas y Campesinos de Tungurahua. Ellas lideraron la creación de este fondo con la participación de la empresa municipal de Agua Potable y Alcantarillado de Ambato, el gobierno provincial y otros actores. La particularidad de esta iniciativa es la alta participación de sus socios y el fomento de alternativas de producción que permiten que las comunidades también se beneficien de la conservación y restauración del páramo.
Este esquema, a diferencia de fondos como el FONAG donde las decisiones gravitan en torno a una secretaría técnica centralizada, requiere de la construcción de dificultosos consensos. Algunos de los grandes usuarios preferirían evitar el tiempo adicional y las negociaciones involucrados en un manejo
participativo como este; sin embargo, han tenido que ceder ante la exigencia de los pobladores locales de que sus intereses y puntos de vista sean tomados en cuenta.
Bajo este contexto, es posible invertir los recursos recaudados para la conservación del páramo en plantas procesadoras de lácteos, ordeñadoras, mercados y ferias, tanto como en la construcción de acuerdos para dejar de usar zonas sensibles del ecosistema. ¿Es eso conservar el agua? Si medimos los resultados obtenidos por este fondo podemos decir que estas acciones han logrado su cometido de garantizar el agua para la gente de la ciudad y para sus custodios en el páramo, quienes además acceden a alternativas justas para su subsistencia. Se combina la presencia de los gobiernos locales con el liderazgo de las comunidades para lograr el mismo objetivo: asegurar la calidad y cantidad de agua disponible a largo plazo. Esta combinación hace del fondo de Tungurahua un ejemplo de conservación participativa.
En el Austro se ensaya aún otra fórmula para la conservación del agua. Doce municipios
–Loja, Celica, Puyango, Pindal, Macará, Zamora, Palada, Chinchipe, El Pangui, Centinela del Cóndor, Zaruma y Yantzaza– heterogéneos en cuanto a su tamaño y recursos, que abarcan territorios de la Costa a la Amazonía, se unieron para crear el Fondo Regional del Agua (FORAGUA). Los municipios establecen una tasa ambiental que nutre un fideicomiso regional. En gran medida, la sostenibilidad de este fondo depende de los aportes de los municipios grandes, como Loja, además de la movilización de cooperación internacional; con los recursos se promueven mecanismos de diálogo y gestión, y se establecen beneficios e incentivos para las comunidades implicadas en la conservación. Este fondo no solo ha logrado consolidar su papel en la conservación del agua en su región sino que, debido a su carácter abierto (otros municipios que deseen adherirse y cumplan con las condiciones, pueden hacerlo), tiene un efecto expansivo y multiplicador.
Durante una reunión para construir la propuesta de un fondo de agua para el río Grande (también conocido como río Portoviejo, y que abastece de agua a la ciudad homónima), Antonio Pico, montuvio defensor del agua y las semillas, alzó su voz desde el fondo de la sala. Pidió que se prevea utilizar los recursos para beneficiar a las comunidades aguas arriba de Poza Honda, donde nace el río. Este sería el segundo fondo de agua de la Costa; el que existe es el del río Daule, que se ocupa de la provisión de agua para Guayaquil. Aunque en Manabí no hay páramos, la gente tiene claro que es necesario conservar las cabeceras y que es justo, además, que se compense a sus moradores, que deben cambiar sus actividades productivas o abandonarlas para que las ciudades tengan agua.
Las experiencias mencionadas en los párrafos anteriores resaltan que cada fondo tiene sus particularidades. Muchos han sido exitosos en la captación de recursos y, en un balance preliminar, en su cometido último de resguardar los nacimientos del agua. Quizá por esa eficacia hoy se suele tomar a los fondos de agua como la única manera de gestionar la conservación de las fuentes. En algunos casos, incluso se los ve como un mecanismo mediante el que las grandes empresas que usan el agua retribuyan a las comunidades rurales, sin que se tenga claro cómo se van a usar esos recursos y cuál será su impacto en la conservación.
Estas realidades nos llevan a pensar, ¿qué pasa con las comunidades que conservan sus fuentes de agua (y las fuentes de agua de otros) sin ninguna retribución? Parecería que asegurar el
agua para todos y para siempre pasa por mantener disponible un capital para la conservación o adquirir los sitios donde están las nacientes. Los fondos de agua como mecanismos técnicos y financieros han servido a varias ciudades para gestionar su agua y a las comunidades para ser compensadas por otros usuarios que se benefician de sus buenas prácticas, pero no está claro que sean mecanismos aplicables a cualquier contexto, que su financiación vaya a ser sostenible o que siempre resulten en la conservación del recurso.
Esto nos lleva a cuestionar, además, la pertinencia de decidir sobre los medios de vida de quienes tienen el privilegio ancestral de vivir junto a una fuente de agua. La concepción de muchos fondos pasa por la compra de tierras en las cabeceras. En la mayoría de casos, eso implica el desplazamiento de la gente que las habita, con las injusticias y problemas sociales asociados.
Otro riesgo inherente a los fondos de agua es, paradójicamente, la amplia disponibilidad
de recursos que pueden generar. Si no están manejados de manera técnica, o si caen presa de intereses empresariales o políticos, esos recursos pueden fomentar el clientelismo y la corrupción. También se los puede destinar a hacer “obra”, que aunque pueda no ser lo adecuado, genera réditos económicos a las empresas constructoras y electorales a las autoridades a cargo. El fondo del río Daule es un ejemplo. Se plantea utilizar cerca de la mitad de los US$ 118 millones que se recaudarán, en encauzar el río con diques para “evitar” las inundaciones, cuando lo aconsejado es conservar la permeabilidad de las orillas y respetar la llanura de inundación. O como en Quito, donde en lugar de trabajar en la reducción del enorme desperdicio de agua –ronda entre el 30 y 40%– se prefiere buscar fuentes cada vez más lejanas a través proyectos como el de Ríos Orientales de la EPMAPSQ (aunque no se lo realice con fondos del FONAG).
En resumen, los fondos pueden beneficiar a las comunidades y a las ciudades, o a los intereses particulares de unos pocos actores bien posicionados. Si el fondo está bien planteado, canalizará recursos hacia alternativas productivas para los custodios locales, la restauración del páramo y el monitoreo de los impactos de la inversión. De lo contrario, puede convertirse en un mecanismo de lavado de imagen para empresas que acaparan el recurso o lo contaminan, de generación de ingresos≠ para la burocracia transnacional de la conservación o de negocio para las grandes constructoras.
Es así que la red de tuberías que permite la magia del chorro en la casa nos oscurece el origen del agua y los esfuerzos para conservarla. La desconexión con las fuentes nos impide entender las complejas dinámicas que rodean nuestro baño diario, desde la cotidianidad de los habitantes del páramo hasta los intereses que están en juego. Talvez debamos pasar de limitarnos a pagar nuestra planilla mensual a intentar comprender esos procesos. Las guerras del agua de las que se habla, ¿serán entre países del Medio Oriente, o entre nuestra ciudad y el campo que la rodea? La paz quizá depende de que los consumidores también nos asumamos como parte del páramo
Diana Ulloa es ingeniera en Aguas y MSC en Manejo de Cuencas; fundó, con otras personas, la Red Agua Ecuador, y es subsecretaria técnica de Recursos Hídricos del ministerio del Ambiente y Agua. dianaulloajimenez@gmail.com