Quimsacocha y democracia
Celebro que ETI, a través del artículo de Daisy Masapanta (114), dé a conocer la lucha que desde los páramos del Azuay están librando las comunidades y, por otro lado, las preocupaciones ambientales y sociales que surjen por el embate megaminero que enfrenta Ecuador. Las concesiones mineras a gran escala, a cielo abierto o para minería subterránea, implican enormes afectaciones en estos ámbitos. De especial cuidado es el agua, que es el elemento fundamental para la vida y a la vez constituye la vía más efectiva para la propagación de la contaminación.
Nuestra constitución brinda una protección especial a la naturaleza, garantizándole el derecho a que “se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”. La gran industria minera que se pretende instalar a la fuerza en Ecuador prevé la modificación de cursos de agua como, por ejemplo, en el proyecto Mirador en Zamora Chinchipe. ¿Modificar el curso del río Tundayme de qué manera respeta su existencia, estructura o funciones? Algo parecido ocurre en páramos y otros ecosistemas frágiles.
La concesión de millones de hectáreas desde un escritorio ministerial a favor de los intereses de una determinada empresa no toma en cuenta las realidades particulares, como la de Bolívar Quezada y su comunidad, que han sufrido y solucionado gracias a su trabajo la escasez del líquido vital, como describe el artículo.
En términos legales, como señala la autora, las consultas populares son de obligatorio e inmediato cumplimiento (artículo 106 de la constitución). Esto tiene relación con los criterios de participación que emanan de la constitución, que brindan a los ciudadanos un papel protagónico en la toma de decisiones de interés público a través de la democracia directa y comunitaria (artículo 95).
En Azuay, una de las provincias más afectadas por el masivo concesionamiento minero (junto a Imbabura, Zamora Chinchipe y Morona Santiago) se plantea realizar una consulta popular
provincial para prohibir la minería metálica en su jurisdicción. Por su parte, el municipio del cantón azuayo Ponce Enríquez ya ha indicado que convocará a una consulta para ratificar su apoyo a la minería, y amenaza incluso con “cambiarse de provincia”. Casos como este avisoran un Ecuador a las puertas de una confrontación constitucional para dirimir si se respetan los pronunciamientos ciudadanos respecto a temas mineros, en el que se enfrentarán derechos contra intereses monetarios.
Por otro lado, la norma máxima también prevé otro tipo de consulta: la consulta ambiental a las comunidades (artículo 398). Sin embargo, esta carece de una adecuada regulación; al ser un derecho, debería ser tratada mediante una ley orgánica. En la práctica, ninguna de las leyes que podrían hacerlo –la de Participación Ciudadana, la de Minería o el código orgánico Ambiental– determinan la temporalidad, los sujetos consultados, los criterios de valoración o el peso de la objeción a una actividad sometida a consulta. De hecho, la normativa secundaria (reglamentos y acuerdos ministeriales) hacen insustancial el mandato constitucional, al establecer que la opinión ciudadana será tomada en cuenta solo cuando hacerlo sea técnica y económicamente viable (sin especificar quién o cómo determinará si lo es).
En casi todos los proyectos mineros en el país se han realizado procesos de participación social que, de conformidad con la normativa vigente, comprendían audiencias; presentaciones públicas; reuniones informativas; asambleas; mesas ampliadas; foros públicos de diálogo; talleres de información, capacitación y socialización ambiental; campañas de difusión y sensibilización; comisiones ciudadanas asesoras y veedurías de gestión ambiental; mecanismos de información pública; reparto de documentación; página web; centro de información pública, que en ningún caso comprenden o implican el ejercicio del derecho de consulta que ordena la constitución. Fred Larreátegui, Quito