Martín Chambi: espejos, retratos
espejos, retratos
La fotografía fue central en la gestación de las naciones modernas latinoamericanas. Esa modernidad se caracterizó por la negación de lo indio o su representación como un escollo por superar. En ese contexto, nos cuenta Andrés Vallejo, irrumpe la cámara de Martín Chambi, fotógrafo kichwa, para establecer al pasado indígena y al indio en el centro de la identidad del Perú.
Martín Chambi era un niño de ocho años que pastoreaba llamas en el altiplano peruano cuando José Domingo Laso establecía su primer estudio fotográfico en la calle Bolívar de Quito. Transcurría el último año del siglo XIX. Laso pronto se convertiría en el retratista preferido de la aristocracia quiteña y en el creador de la imagen canónica de la ciudad. Para lograr esa imagen el fotógrafo incurría en una práctica que, curiosa y violenta como nos puede parecer ahora, revela una faceta característica de la modernidad latinoamericana: mediante el retoque, Laso borraba (o los disfrazaba de señoras encopetadas) los cuerpos indígenas que se cruzaban en sus panoramas de la ciudad. El fotógrafo, emisario de la modernidad gracias a su dominio de la técnica, imaginaba, también en el sentido de proporcionar imágenes concretas de ella, la ciudad blanca y moderna de las élites.
La sincronía entre Laso y Chambi sirve para destacar aún más la peculiar biografía del peruano y de su obra, y también para entender mejor el propósito y significado de su trabajo.
Chambi nace en 1891 en Coasa, un pueblo cercano al lago Titicaca, en el seno de una familia de campesinos de habla kichwa. La gente de la región complementaba su actividad agrícola con trabajos temporales en las minas de oro de las zonas bajas. Cuando muere su padre, un Martín de catorce años se dedica a repartir viandas entre los mineros de la Santo Domingo Mining Company, instalada junto
al río Inambari. Allí conoce a dos fotógrafos ingleses que documentaban las operaciones y que le permitieron juguetear con las cámaras y lentes. Ese encuentro marcaría su destino.
A los diecisiete años su prurito por crear imágenes lo lleva a Arequipa, donde la actividad fotográfica tenía un desarrollo notable. La ciudad era próspera gracias al acopio y exportación de lana de alpaca y oveja de las tierras altas. Al poco tiempo, Chambi entra como aprendiz al principal estudio fotográfico de la ciudad, el de Max T. Vargas. De él aprende no solo un depurado manejo del oficio, sino también su futura habilidad para comercializar su obra. De igual importancia para su éxito posterior, el entorno de Vargas y de sus clientes le permite al joven discípulo perfeccionar su español y adquirir las habilidades culturales para desenvolverse en el mundo mestizo.
En 1917, ya casado con la arequipeña Manuela López y con sus dos primeros hijos (de los seis que tendría), decide independizarse y establece su primer estudio en Sicuani, una ciudad cercana al Cusco. Además de darle acceso a una clientela entre la burguesía relacionada a la lana, Sicuani le permite a Chambi explorar el mundo andino, que tanta importancia tendría en su obra. Aquí también empieza su colaboración con periódicos y revistas locales, nacionales y extranjeros que sería habitual durante las siguientes tres décadas. Tras tres años en Sicuani, cambia su residencia de forma definitiva al Cusco.
La ciudad imperial lo estimula. Los avances de la modernidad habían llegado hace pocos años:
el tren, la electricidad, las primeras publicaciones periódicas y el primer estudio fotográfico (el del pintor Juan Figueroa, en 1909, con quien Chambi colaboró a su arribo). Aquí Chambi encuentra, por un lado, una animada actividad cultural identificada con el movimiento en boga, el indigenismo. Tanto por sus intereses fotográficos personales –la vida cotidiana de los indios y los vestigios arqueológicos incas– como por su condición de indígena, el fotógrafo pronto se involucra con estos círculos. Por otro lado, en la ciudad había un dinámico culto de la fotografía, desde artesanos con meros objetivos comerciales hasta pictorialistas afrancesados, algunos de ellos también discípulos de los talleres de Arequipa. Con ellos Chambi podía competir, discutir sobre fotografía y colaborar en proyectos. Al mismo tiempo, Chambi se encontraba en la cuna del imperio inca, el epicentro de la cultura indígena del Perú. Y el Cusco ya estaba convirtiéndose en el foco del turismo en Sudamérica (la expedición de Hiram Bingham de 1911 a Machu Picchu la había proyectado en la imaginación mundial), lo que brindaba interesantes oportunidades comerciales a un fotógrafo descollante.
En efecto, es el registro de los vestigios incas lo que ocupa la atención inicial del fotógrafo fuera del estudio. Visita Machu Picchu en 1924
y otras varias veces en las siguientes décadas, y documenta los complejos arqueológicos que rodean al Cusco. Chambi, además de seguir la influencia de Max T. Vargas, quien ya desarrolló estos motivos, respondía a una creciente curiosidad entre el público. Sus imágenes arqueológicas aparecieron en medios de Lima y Argentina, y había un mercado entre los científicos extranjeros –como Max Uhle, Hans Steffen o Eduard Seler– cuyo periplo incluía la visita a los estudios para adquirir imágenes. Las postales que publicó Chambi con vistas del Cusco y de los vestigios incaicos tuvieron amplísima circulación y fueron un factor importante para que lo inca se establezca como fundamento de la identidad peruana.
Sin embargo, su actividad comercial se centraba en los retratos, en su estudio o en exteriores, por encargo o por interés personal. Es esta porción de su obra la más interesante y la que conlleva un rompimiento con la fotografía que se hacía entonces. Por un lado, Chambi se
aleja del pictorialismo en el que se formó; por otro, mantiene un tenso diálogo con el indigenismo, la vanguardia de su tiempo. El indigenismo, un movimiento mestizo, representaba al indio como menesteroso o rebelde. Ninguno de esos atributos encontramos en las imágenes de Chambi. En su archivo no encontramos, por ejemplo, registro alguno de los múltiples levantamientos indígenas que se dieron alrededor del Cusco mientras él estuvo activo. La política del fotógrafo peruano era distinta, más sutil e incisiva. La explicita en una entrevista en Santiago: He leído que en Chile se piensa que los indios no tienen cultura, que son incivilizados, que son intelectual y artísticamente inferiores en comparación a los blancos y los europeos. Más elocuente que mi opinión, en todo caso, son los testimonios gráficos. Es mi esperanza que un atestado imparcial y objetivo examinará esta evidencia. Sus personajes son reales, captados en un alto de su vida cotidiana o sacados de ella por Chambi para que la declaren en su estudio. Sus colegas cusqueños también retratan
indígenas, pero los transforman en símbolos. Exageran sus rasgos pintorescos o, por el contrario, los despojan de ellos: fotografían mendigos. En Chambi, en sus retratos más logrados, las vestimentas, los instrumentos, los oficios, son atributos de los personajes y no al revés, cuando los modelos son solo pretextos para exhibir unos atributos. Chambi era indígena y, como tal, podía prescindir del color local. (En un citado pasaje, Borges dice que la ausencia de camellos en el Corán bastaría para certificar que es un texto árabe auténtico: “fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe (...), estaba tranquilo; sabía que podía ser árabe sin camellos.”)
Hay amplio consenso entre los académicos en que la principal contribución de Chambi es haber visibilizado al indígena en la esfera pública peruana, dotándolo de dignidad, en palabras del documentalista Luis Enrique Cam, “presentándolo no agobiado sino sereno, no triste sino feliz, no dependiente sino libre, no sin iniciativa sino vital.”
Pocas fotografías lo evidencian más que la serie de “El gigante de Llusco”. Se llamó Juan de la Cruz Sihuana y medía dos metros con diez centímetros. A pesar de su marginalidad múltiple (por enorme, por harapiento, por indígena), Chambi no lo retrata desde lo folclórico, desde lo militante o desde lo científico. Juan de la Cruz no es una atracción de circo. Es un hombre cariñoso, jovial
y distinguido que nos sostiene la mirada. A través de la empatía, la imagen de Chambi logra que sea su ayudante, Víctor Medívil vestido de esmoquin, el inadecuado, el enclenque, y a quien la confusión embarga.
Por otro lado, el estudio de Chambi era el sitio en el que terratenientes y comerciantes se hacían retratar. Era el locus donde quien tenía distinción la ostentaba, y también el locus que confería distinción a quien precisaba de ella. Es famoso el hábito de Chambi de utilizar siempre el mismo fondo de cortinas y flores. Al invitar a indígenas para que se apropien del lugar que realzaba a la aristocracia blanca, con el mismo fondo, con igual iluminación, Chambi hacía añicos las jerarquías y las segregaciones. Es la antípoda de la movida de José Domingo Laso, quien producía un espacio blanco mediante la exclusión de los cuerpos indios. Chambi instaló esos cuerpos en el preciso espacio donde la burguesía interpretaba su blancura, y así abrió una brecha para que se instalen entre las identidades legítimas para el peruano del futuro.
Bajo esta luz, la multiplicidad de personajes y sujetos en la fotografía de Chambi se revela como una búsqueda por resolver su propia paradoja. Él era, como tantos otros latinoamericanos desde Eugenio Espejo hasta Alejandro Toledo, un indígena que adoptó las maneras y las costumbres mestizas para desenvolverse con éxito en un mundo de blancos. Era, a través de la taumaturgia tecnológica de la fotografía, un heraldo de la modernidad; al mismo tiempo, su indianidad representaba para la cultura oficial el pasado que había que superar. Asimismo, Chambi hace parte de esa estirpe de pintores e imagineros indígenas que a lo largo de los Andes se apropiaron de las técnicas y lenguajes europeos para, escudados en los vericuetos del barroco, asegurar a sus dioses y su cultura un lugar privilegiado en los altares de los vencedores (pienso en el retrato de la chola con su enorme vaso de chicha que hace parte de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el canon de la fotografía universal).
Esta persona contadictoria y compleja explica la obsesión de Chambi con la identidad. Entre los 30 mil negativos del archivo que su familia conserva en el Cusco, su nieto Teo, encargado del archivo, estima que existen cerca de mil autorretratos, incluido aquel en el que el fotógrafo indaga su propia imagen. De cierta manera, todas sus placas y negativos son un autorretrato, una dilatada reflexión sobre la improbable trayectoria vital del pastorcito de Puno
Andrés Vallejo es editor de ETI, biólogo de la PUCE y máster en Desarrollo y Ambiente por la universidad de Cambridge. ecuadorterraincognita@yahoo.com