Tiputini
El bosque húmedo tropical de la alta Amazonía siempre sorprende a quien lo experimenta por primera vez. ¿Qué no hará cuando el forastero es un artista de sensibilidad original e inquieta? El texto de Pablo Barriga revela los asombros que este primer encuentro produjo.
El río.
Lo tengo frente a mí desde un ángulo que podría servir a un pintor o a un fotógrafo. Si alguna palabra describe lo que siento es sosiego. Las aguas bajan por mi lado derecho, dan una pequeña curva por el centro de mi campo de visión y se alejan por la izquierda, perdiéndose en el callejón que forman los árboles. Ha sido una primera mirada a esta escena, al inicio del día, mientras a mis espaldas escucho las voces lejanas de los cocineros que preparan el desayuno.
Caminamos con el guía, S, por los senderos de la estación. Nos va señalando plantas medicinales, insectos de varias formas, una pisada de tapir en el fango, árboles de largas lianas, que él con experta mirada ve donde nosotros no. Y ahora son los sonidos que de rato en rato escuchamos y que S fácilmente identifica como de pájaros o monos. Toma la delantera del grupo y caminamos atrás de él en espera del momento en que se detenga y, con el brazo alargado, nos muestre lo que encuentra y nos diga lo que es, siempre en palabras suaves como la corriente del río a un costado del camino.
Recuerdo escuchar o leer la palabra selva y formarme un imaginario ingenuo y no acertado con la realidad. De niño la confundía con jardín grande y espinoso. En clases de catecismo era el paraíso perdido con serpientes y manzanas. Pasados los años, la imagen de la selva fue su destrucción en Vietnam por el napalm y los bombardeos. Felizmente, cuando empecé a interesarme por el arte era un hermoso lugar de hojas grandes y luces vespertinas, donde en un claro de la vegetación una joven gitana lucía acostada sus encantos. La selva imaginada se presta a ser tema en la pintura; Henri Rousseau bien lo supo desde un comienzo.
Descubro mi cuerpo cubierto de puntos rojos. Que recuerde, no había algún antecedente que diga que yo presté mis piernas y mi vientre como soporte de una pintura minimalista. ¿Qué araña, mosquito u otro bicho demuestra que compartimos oficio semejante? Consulto a S, quien certifica que la coloradilla era la artista del momento. Los puntos se hacen mancha, dice el sabio guía, y luego bolitas transparentes que empiezan a dar comezones y que en dos o tres semanas recién revientan, y es cuando muere el bicho. A mí no se me hubiera ocurrido ese proceso de trabajo, le digo a S. Es un tipo de arte único, pienso. Mejor no se preocupe, continúa S, que la picadura de una hormiga conga tiene más consecuencias. Y claro, me digo, no hay artista que no encuentre en algún momento a otro que lo supere.
Si el arte es capaz de encontrar azar en los procesos de creación, ¿se podría decir que la naturaleza no conoce el azar, pero sí un proceso de evolución que va de la semilla al árbol,
o de la cría al animal adulto? Quizá el azar es el ser humano que llega a la selva, para bien o mal de ella.
El grupo de estudiantes ha partido de excursión en la mañana y solo quedamos cuatro visitantes en la estación. Cada uno de nosotros hace lo suyo, siendo lo mío lo más arriesgado: escribir sin ninguna falsedad el encuentro que he tenido el día de ayer con un puma en la orilla del río, con una serpiente enroscada, una tropa de cerdos enojados que se abría paso en la vegetación y, finalmente, con un saltamontes que conocía el monólogo de Hamlet.
Los truenos son una apuesta. No se sabe cuándo aparecen o qué intensidad de sonido ofrecen. Pero no solo los truenos y las lluvias tienen esta característica de impredecibles,
también el viento que juega con los árboles y que varias veces saca de ellos ramas que, al caer, ratifican a la selva y sus sonidos.
No sé qué pensará la araña, quieta y enorme en el borde del sendero, cuando lo único que escucha es Oh, Ah, Wau, y otras expresiones de asombro de los caminantes, faltos de palabras para describir sus emociones del encuentro, cuando lo apropiado hubiera sido: Buenos días señora araña, es un gusto encontrarle en este hermoso entorno en el que usted vive y nosotros no. Permítanos asombrarnos por conocerle en persona, si vale la expresión, y desearle un buen día y excelente comida. Y si ahora de manera generosa nos acepta tomarle unas fotos, créanos que estaremos sumamente agradecidos.
Nos deslizamos suavemente. El remo que el guía usa se hunde en el agua, despacio y en silencio. Algunos pájaros cruzan de una orilla a otra. Una pareja de murciélagos pegados a un tronco poco caso hacen. El agua aquí es transparente y en ella hay raíces acuáticas. También hay árboles que de viejos han caído en las riberas. Plantas llenas de musgo que en la noche asustarían a cualquiera. El río no es ancho. El verde inunda el paisaje y no hay viento. Me dejo llevar por este sentimiento.
Podría ser alguien que fuma, digo al observar por la ventana una luz en el pasillo. Es seguro, me afirmo, que alguien sostiene un cigarrillo en la boca para, en movimientos rápidos, tomarlo en la mano, apagarlo y volverlo a encender. Ahora el fumador en salto ágil ha subido a una rama y en igual gesto, rápido y nervioso, ha saltado a una rama baja. Debe ser una persona estresada, me digo, que fuma de esa manera. Una pareja de fumadores, tan inquietos como el primero, han cruzado por la ventana y se juntan al fumador solitario. Se ve que se conocen, pienso; comparten gustos y hábitos nocturnos. Las pequeñas luces se prenden y apagan.
No hay naturaleza que sea agredida por el arte. Interpretación sí, juegos de formas y colores sí, y respuesta a sensaciones y pensamientos
que la naturaleza suscita. El entorno del ser humano no solo han sido las ciudades. Hubo un tiempo en que el planeta acogía a sus huéspedes en un ambiente silvestre, natural, compartiendo espacio con especies animales. La mirada abarcaba horizontes amplios y la naturaleza interesó al arte. La pintura del paisaje será una paleta de colores, un ejercicio de perspectiva, una realidad o fantasía. Y quizá, para nuestro tiempo, una imagen de añoranza.
La canoa a motor no se detiene. Y en lo que parece ser el final del río alcanzo a mirar una rasgadura en el cielo. Es una línea recta y delgada que sobresale de la arboleda y, a semejanza de una rajadura en una taza, da temor que quiebre la Amazonía en una o varias partes. La canoa avanza y con ella la mirada. La línea ya no es recta ni delgada. Es un pozo de perforación que quiebra la integridad de la selva.
Hoy es el día de mi cumpleaños. Lo saben las personas cercanas a mi vida y aquí, en plena selva, un grupo de monos que ha venido a visitarme a la cabaña y preguntarme si me gustaría verlos volar entre los árboles. A lo cual yo sorprendido les digo que sí, que claro, que muchas gracias, que este regalo es mejor que un pastel de chocolate. Y ellos sonríen y se entusiasman, y suben rápidamente a las copas de los árboles para dar brincos cortos o saltos largos, sostenidos por la cola o por sus extremidades que en perfecta ejecución realizan en acto generoso.
He despertado luego de una noche de descanso. Los ruidos ocasionales de la selva aún me acompañan. Está amaneciendo y pienso en la razón de mi viaje al Tiputini. Me digo: deja que esta experiencia te lleve a pensar qué haría un artista como tú en este entorno. Y abro la puerta de la cabaña y miro con asombro los árboles y plantas que ahora son mi paisaje, y aspiro un aire fresco, extraño para un visitante. Estoy en la selva, me digo, y es como si esta corta frase sustentara la nueva realidad ante mis ojos. Entonces me pregunto, ¿hasta qué punto la sensibilidad necesita del pensamiento para definirse?
Vamos con S de guía y nos lleva por un sendero donde esperamos encontrar animales, pero no tenemos suerte. A buena hora S es inabarcable como la selva. Si no hay animales grandes, hay plantas y pájaros para mostrar. Empezamos a conocer una serie de denominaciones, que más que del campo científico parecían venir del mito o la poesía. Así con la palma que camina, la escalera de monos, el ajo de monte o la hormiga limón. Sin contar otros nombres que por ser parte de la selva se quedaron allí.
M es un artista de entusiasmos. Encuentra en la naturaleza semillas de los árboles que piensa sembrar en su casa. Busca por cortezas caídas en el suelo que, al parecer esculturas, sean motivo de futuras obras. Así también, prueba el sabor de las hojas, huele media selva y mira todo lo que S indica. Ante cada hallazgo que él considera importante, da a conocer su sorpresa de manera expresiva. L, la artista fotógrafa, y yo, nos juntamos a
su entusiasmo y compartimos la mirada hacia los secretos de la selva.
Estoy en el comedor de la estación. Es la primera mesa y en ella estamos G, la amable administradora, y dos biólogos investigadores, uno experto en monos, otro en tucanes, y yo. Hay estudiantes extranjeros regados por las otras mesas y saloneros oficiosos que ponen y retiran platos. De pronto G recibe una llamada que le dice que la universidad me regala la Estación Tiputini, y así es cómo se me lo comunica. Te vamos a dar la lista de lo que tenemos, dice ella, pero desde Quito piden que tú te hagas cargo de contar las cabañas. Pero si es fácil contar cuántas son, le digo. No, me dice, mañana los estudiantes regresan a su país y se llevan algunas de ellas. ¿Y por qué lo hacen?, pregunto. Bueno, explica G, ya no hay coronas de plumas como recuerdo de su viaje, así que la universidad ha decidido que se lleven las cabañas. Pero, esto parece un sueño, digo asombrado. Eso es, dice G, a punto de despertarme.
¿Qué hubiera pintado mi apreciado Henri Rousseau de haber estado aquí en la selva y no haber basado las imágenes de sus cuadros en visitas al Jardín Botánico de París? ¿Qué otras puertas en el arte hubiera abierto Marcel Duchamp, de haber visitado la Amazonía y no encontrar una pala de nieve o una rueda de bicicleta para darles un nuevo significado?
Pablo Barriga es un artista conceptual quiteño que experimenta con diversos lenguajes, incluido el texto escrito. Ha sido docente en las universidades Central y Católica. Ganó el premio Mariano Aguilera por el conjunto de su obra. pbarrigac@hotmail.com