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Los reptiles ocupan un lugar poderoso en el imaginario de casi todas las culturas. Los utilizamos para representar el mal, la muerte, la fertilidad y la vida, la estabilidad (como con la enorme tortuga que sostiene el mundo sobre su caparazón, repetida en mitologías tan diversas como la china, la hindú o las de los pueblos norteamericanos), lo resbaloso o escurridizo, o la falta de escrúpulos. Entre nosotros –me refiero a la cultura mestiza ecuatoriana– en general, los reptiles gozan de mala reputación. Pero hay un lugar del país donde reinan. En uno de los parajes de los que más alardeamos, ellos son las estrellas indiscutibles. La fama misma de las islas Galápagos se debe en gran medida al puesto que en la historia de la ciencia ocupan sus escamosos habitantes. El artículo de David Salazar, con el que abrimos esta edición, recorre algunas de las facetas destacadas de esta fauna tan estudiada como desconocida.
Y las serpientes nos remiten, faltaba más, al cachudo, el mandinga, la cabra, el cuco, el coludo, el supay, el tío, el maligno, el maloso, el putas, el bartolo, el juyungo, el cojo, el patica, la suegra, el enemigo, el mono, el bermejo, la bestia, el seductor, el catatumba. En definitiva, a su mezquindad, el Diablo, que a inicios de cada año sale acompañado de su séquito de guarichas, capariches y monos a armar relajo en las calles de Píllaro. La diablada pillareña en los últimos tiempos se ha vuelto una de las festividades más connotadas (y, por lo tanto, más fotografiadas) del país. Publicamos el trabajo fotográfico que Paúl Salazar ha desarrollado por años allí, y que brinda una mirada fresca e íntima de esta fiesta.
El texto que cierra la edición, en cambio, trae la frescura de la mirada del versátil artista quiteño Pablo Barriga en su primer encuentro con los misterios sobrecogedores o diminutos que guarda la selva del río Tiputini. Lo acompañamos de imágenes que, esperamos, también estimulen una nueva perspectiva del bosque amazónico en nuestros queridos lectores.