Ecuador Terra Incógnita

Allimicuna: Manjar prieto

- Por Julio Pazos Barrera

Elnombre de este dulce es la oposición al nombre de manjar blanco. Cada uno tiene, como es de suponer, sus caracterís­ticas propias. Este manjar prieto es en contenido y nombre una golosina netamente americana; el otro, suele aparecer en los antiguos recetarios españoles como algo que se hace con pechuga de gallina, aunque también este, el manjar blanco, es una delicia americana.

Usaremos el plural para relatar un recuerdo de los doce años, suceso que ocurrió diariament­e en un barrio de Ambato. La tendera tenía en su vitrina bocadillo de guayaba de dos clases, uno en cajita de álamo blanco, muy oscuro, para sacarlo con cuchara; otro, cortado en forma de rombo y cubierto con azúcar. Junto a ellos se arrumaban los manjares de leche, blancos y prietos. No recordamos el precio de los dulces, pero debieron ser al alcance de niños y viejas señoras, viudas y abrigadas con mantas de casimir.

¿Por qué se llamaba prieto? No preguntamo­s y solo más tarde supimos por qué. Leímos la acepción cuatro del DRAE, que reza: “Dicho de un color: muy oscuro y que casi no se distingue del negro”. Disentimos un tanto en la definición porque, en las tiendas de barrio de las ciudades de la Sierra, el pequeño cuadro de manjar es de color canela o, más bien, del color de la miel de caña. También hemos conocido el apellido Prieto de gente que no tenía la piel negra. El mismo diccionari­o dice que prieto es piel negra.

Como opinan los cocineros, el punto es la clave y en este caso es el de cuchillo. Una vez desparrama­do el dulce en el tablero y ya frío se procedía a cortarlo con el cuchillo en forma de cuadros listos para exhibirlos en las vitrinas.

De pronto, vienen los recuerdos de los ocho años. Se trata de una brillante paila de bronce instalada en la cocina de leña. Se vertían unos litros de leche, canela y raspadura en la paila y comenzaba el constante batido. Se añadía unas cucharadas de harina de trigo disueltas en leche fría y se continuaba con el batido. Los enérgicos movimiento­s evitaban que el manjar se pegara en la paila y se quemara.

Entre tanto, se tostaba el maní y se lo soplaba para dejarlo sin esa fina cascarita quemada. En la paila, el manjar sonaba al compás de la cuchara de palo que lo revolvía y dejaba ver el fondo reluciente. Se había llegado al punto de cuchara, adecuado para añadir el maní. El punto de cuchara es casero: se comía el manjar prieto a las diez de la mañana o a las cuatro de la tarde, horas en que los adultos beben café negro y los enfermos se consuelan con aguas de hierbas aromáticas.

Hay, pues, para rato el recuerdo del manjar prieto. Y no solo para el recuerdo, porque todavía en los micromerca­dos de barrio asoman en las vitrinas los dulces tradiciona­les y, por cierto, el manjar prieto.

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