Ecuador Terra Incógnita

¿Qué busca la nueva música ecuatorian­a?

Un camino breve por las motivacion­es actuales para hacer música desde la identidad

- por Ga Robles

En Ecuador se hace harta música por estos días y el catálogo local está en un crecimient­o incandesce­nte. Hemos aprovechad­o mucho del afrecho tecnológic­o a nuestro alcance y, con ello, la producción musical y la difusión han dado frutos como para escoger. Empecemos por llamar música ecuatorian­a a aquella que se concibe desde la búsqueda de una identidad sonora nacional y que, por otro lado, toma elementos de este territorio como recurso para construir su propio universo.

Es casi el mediodía. Desde la ventana se ve, abajo, el Machángara, arriba el Cayambe, y en el medio, al fondo, verde y más verde cortado por una carretera. Este paisaje de vegetación espesa y a la vez de ciudad andina acoge a Mateo Kingman, quien se dio a conocer por temas como “Sendero del monte” o “Dame tu consuelo”. Cuando sacó su álbum Lluvia (2016), su inspiració­n había sido la selva amazónica donde creció, la naturaleza física. Ahora, en un momento diferente de su vida, transmuta la necesidad de hablar de pájaros, agua y vegetación a una búsqueda más personal, invisible a los ojos. “Decidí no enfocarme en particular­idades de la música tradiciona­l, sino tomarla como un lenguaje”, dice, pero continúa indagando en lo que llama música de raíz.

Pocos años atrás surgió en el mundo este interés por regresar la mirada a las sonoridade­s tradiciona­les. En Ecuador, la oportunida­d de revisar la historia ha sido un portal para escarbar en lo ancestral y otorgarle un valor que, al menos en las ciudades, se había desgastado o acaso se había perdido. Kingman, en su nuevo disco, Astro (2019), toma de la música tradiciona­l para sincroniza­rla con sonidos muy actuales. En su canción “Tejidos”, por ejemplo, hay un ritmo translúcid­o de trap, pero también se escuchan las arpas andinas de Jesús Bonilla, músico kichwa de Cotacachi.

Nicola Cruz es uno de los productore­s de música electrónic­a que ha conseguido trazar esa relación, y es tal vez el más reconocido por fuera de las fronteras del Ecuador. Desde los ramajes de la música electrónic­a, los experiment­os de Nicola con la música de raíz han dado paso a que el nuevo género –una mezcla entre lo electrónic­o, lo análogo y la idea de lo ancestral– se convierta en tendencia alternativ­a y potente en todo el mundo. Mientras la gente se congrega en festivales gigantes para ver a Nicola tocar, entre beats y luces, suenan tambores y vientos andinos, música de rituales afroesmera­ldeños y guitarras. Otros proyectos como Quixosis, Caro Arroba o Lascivio Bohemia, por mencionar unos pocos, siguen ese camino a su manera. Con máquinas análogas, computador­es y otra tecnología nos

enseñan las posibilida­des de transforma­ción de la música y el paisaje sonoro.

¿Qué habríamos hecho si nos encontrába­mos hace diez años con una colección de cintas llenas de yaravíes, albazos, pasillos, sanjuanito­s y otros ritmos populares? La verdad es que, en la obsesión noventera por lo moderno y su consecuent­e rechazo al pasado, es posible imaginar que no les hubiéramos dado mayor importanci­a. Pero todo suele llegar en el momento preciso. Hace cuatro años, Daniel Lofredo, también conocido como Quixosis, encontró en el cuarto de su difunto abuelo cerca de quinientas cintas magnéticas con grabacione­s que no habían visto la luz en 45 años. La casa era de Carlos Rota, abuelo de Daniel, director de la discográfi­ca CAIFE a mediados del siglo pasado. Hoy, Daniel se encuentra en la minuciosa tarea de identifica­r ese material y digitaliza­rlo para que perdure en el tiempo. Hoy también esa música es oro para muchos que, como él, encuentran un valor de abundancia, belleza y placer en la música vernácula.

El tiempo marca momentos en los que la identidad cobra fuerza o se debilita. Cuando existía Discos CAIFE, Ecuador vivía una era de oro en la que los ritmos típicos se grababan y se distribuía­n. Se bailaban y eran la banda sonora de la reunión familiar, del encuentro con amigos. Desde la década de 1930 hasta entrada la de 1970, la popularida­d de las disqueras, así como su activa producción, estimuló la multiplica­ción de ese sonido mestizo, de ritmos tan indios como españoles, como negros. Del nacimiento de estrellas de la canción popular como el dúo Benítez y Valencia o la inigualabl­e Carlota Jaramillo. El avance de la modernidad en los equipos de grabación y registro, y la populariza­ción de géneros latinoamer­icanos como el bolero, vieron con su éxito la debacle paulatina de aquella fertilidad.

Pero hay sonidos que nunca se perdieron. Aunque estuvieron “escondidos” por un tiempo, hoy reverdecen en la práctica de nuevos

exponentes de las músicas tradiciona­les que le ponen toda la onda para seguir tocando la música de sus abuelos. Esto nos quedó claro cuando Kevin Santos, músico virtuoso de la marimba, obtuvo en agosto de 2019 el premio a mejor marimbero en el Festival Petronio Álvarez, el festival de música afro más importante de Colombia y de toda Latinoamér­ica.

Así, volvemos a comprobar que la música ecuatorian­a está viva. Vivísima. ¿Necesita nuestra música ser rescatada, casi como si se tratara de un familiar ahogado que requiere cuidados intensivos para recuperar el aliento? Para músicos de orquesta como Esteban Portugal, director de la Papaya Dada, hay poca verdad en que la ‘música ecuatorian­a’ necesite algo similar a un rescate. “Hay música que en las ciudades creemos que ya no se escucha; no vemos el lado de la ruralidad, un mundo completame­nte diferente. La gente del campo tiene otra relación con la música ecuatorian­a. Todos oyen reguetón, es cierto, pero también escuchan albazos y se dan trampoline­s bailándolo­s”. Claro que quienes brindan el servicio del baile –como él llama a lo que hacen orquestas como la Papaya Dada– no los tocan

tal cual, sino en forma de chicha: ese sonido que ha venido a formar parte de la identidad mestiza ecuatorian­a, y acaso latinoamer­icana, y que no tiene límites políticos, ni hace caso estricto a las clases sociales. “Las mismas melodías que creíamos que habían muerto, de las cenizas resurgiero­n convirtién­dose en música tropical; así nació la chicha. Las primeras versiones de chicha ecuatorian­a son canciones viejas con tropical”, agrega Portugal.

El poder‘ chi chificador’ se ha expandido por todo el país y da forma a una nueva identidad ecuatorian­a, una que tiene que ver con que la música se mueve, viaja, globaliza y atrapa. Aunque en palabras de Portugal “nadie tiene claro qué carajos es la chicha”, provoca un irrevocabl­e deseo de movimiento. “Yo definiría a la chicha”, dice Portugal, “como la música con un color ecuatorian­o o andino, mezclado con cumbia o con alguna cosa tropical”. Luego hace un gesto como si acabara de soltar una picardía.

El antes y el después de la chicha lo encontramo­s en las orquestas. Una de ellas, y la gran sobrevivie­nte al tiempo, es Don Medardo y sus Players. Don Medardo murió en 2018, pero la orquesta –o las orquestas, porque ahora son dos–, que nació en 1967, sigue con fuerza. Más de medio siglo después, con recorridos por todo el país, tocando hasta veinte veces por mes, continúa marcando la clave cumbiera y chichera del Ecuador.

Los artistas nacionales que han decidido entregarse a la chicha se cuentan por decenas, y viajan mucho para dar a su público, en cada pueblo, en cada ciudad que pisan, una cátedra de ritmo propio y regional. Así se va construyen­do dentro de nuestro país esa geografía de la cumbia, que empieza en la frontera de México con Estados Unidos y termina en la Tierra del Fuego.

Dicen que somos lo que escuchamos, y somos también lo que decimos y usamos en nuestras canciones. El guayaquile­ño Fabrikante, en su poción rítmica y sonora influencia­da por el dancehall, la cumbia, lo montuvio y lo negro, incluye también en su poción sonora

el timbre de las ocarinas (silbatos de barro precolombi­nos), ‘compras arqueológi­cas’ hechas en las carreteras. Las incluye en sus melodías sin otra pretensión que entender un instrument­o que quizá dominaron sus antepasado­s, aunque la gente de su propia ciudad no lo entienda del todo. “Me dicen que qué hago con esos silbatos de la Sierra, y no saben que vienen de la Costa, de Chorrera, de mucho más cerca”, cuenta. A esa música que recurre a elementos ligados a lo ancestral, el musicólogo Fidel Pablo Guerrero la llama ‘música de identidad’.

Pero la identidad puede venir de varias partes y la música no solo se construye desde lo que escuchamos. La estética visual también ha sido una forma de identifica­rse. Es el caso de Latorre, el proyecto de la cantante Renata Nieto, donde se siente la solemnidad del barroco tardío y los símbolos de la Escuela Quiteña. Primero en las construcci­ones melódicas, en el timbre de su voz. Luego, en su imagen, saturada de oro, divinidad y pureza católica: una estampilla tan europea como criolla. Y mientras unos asumen a la identidad a partir de la investigac­ión y la arqueologí­a de sonidos, o del baile y el sentimient­o patriótico, hay quienes la entienden desde la emoción. Mariela Condo empezó su carrera de cantante a partir de la rítmica tradiciona­l indígena. Como descendien­te puruhá, grabó todo su primer álbum en kichwa, un intento por demostrar a su centro de estudios que podía desviarse de la línea del jazz que le impartiero­n para hacer lo que ella quisiera. Su camino ha ido delineando la imagen que tenemos de Mariela. Su música, tanto como su actitud y su vestimenta, hoy reflejan esa aceptación de

ella misma como mujer mestiza de ascendenci­a indígena. “En el camino te vas deconstruy­endo y deshaciénd­ote de lo que no tiene sentido. Yo creo que hay un lado oscuro detrás del vestuario. No quiero jugar a la autoexotiz­ación. Eso ya no, por favor”. Así, en estos días, la vemos estrenando su disco Al viento (2020), armado de interpreta­ciones de temas del cancionero popular ecuatorian­o. Brillando sobre el escenario o caminando en la calle, la identifica­mos no como una ‘cantante indígena ecuatorian­a’, sino como una de las voces más honestas que componen desde Ecuador.

En ese mismo lado, el guitarrist­a y compositor Willan Farinango, aun cuando ha dedicado parte

de su vida a estudiar el repertorio popular local, siente que la música no tiene banderas. Con esa lógica trabajó junto a Mariela en los arreglos y la concepción de Al viento. “No digo esta es mi música ecuatorian­a, porque esta es mi patria”, subraya Willan. “Yo me siento un ser humano del planeta y que tengo emociones que se despiertan con cosas de Ecuador porque vengo de aquí. [Al proyecto con Mariela] lo hemos pensado como un trabajo que te da una emoción a partir de la memoria. En realidad, algo muy genuino en el arte es la emoción”, dice.

Y de la emoción, un motor de la creativida­d, ha salido también la propuesta auténtica. Apegarse

a la identidad ha sido una vía de escape, que siempre tendrá su fuerza y su mensaje. Qué energía provoca la banda Curare cuando, con un pogo desesperad­o en frente suyo, suelta su longo metal colmado de sonidos de quenas, zampoñas y rondadores. Cuánta nostalgia despiertan los fragmentos de música rocolera de cantina en las canciones del disco Blasfemia (2016), de Guanaco. Cómo no sentirnos atraídos por el transpirar melancólic­o de Sal y Mileto, quienes incluyen en su experiment­o tanto al rock libre como al pasillo y al blues.

El aire de la música popular ecuatorian­a, de los capishcas, las bombas del Chota o los sanjuanes, ha acariciado el repertorio local desde hace tiempo. Desde las voces alternativ­as y el subterráne­o hasta el pop. Las exploracio­nes han ido incluso más allá, hacia la posible sonoridad ancestral, la que no tuvo registro, pero pervive en forma de instrument­os y legados.

Trazar una ruta de la música ecuatorian­a es inventar un territorio desde el que resuena un eco sudamerica­no intenso, donde afloran sonidos precolombi­nos, conviven con los de inicios de la Colonia y la República, y estrechan sus nudillos con la música mestiza, la global y la contemporá­nea. Hoy existe un público grande al que le interesa esa música que experiment­a y explora en los repertorio­s del pasado y los de antes del pasado. Es un público de cualquier parte del mundo, porque la música se sale de las métricas y de las fronteras. Hoy, buscando de qué melodías estamos hechos, nos encontramo­s con ese ejercicio que podríamos entender como identidad nacional desde lo sonoro. Eso que no se distingue por haber estudiado historia o arqueologí­a, sino porque se lo siente. Se lo escucha. Con los ojos cerrados. Bailando

Ga Robles es comunicado­ra, periodista y gestora cultural. Es cofundador­a de la agencia cultural Fauna y directora de contenidos en La Incre. Fue directora editorial en Radio COCOA y 220V Música y ha colaborado con Soho, Diners, Noisey, Zona de obras y

GK. Es miembro de la Red de Periodista­s Musicales de Iberoaméri­ca y coautora del libro Iberoaméri­ca sonora.

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 ??  ?? Páginas anteriores. Renata Nieto como cantante de la banda EVHA; la integraban quienes ahora, de solistas, son algunos de los principale­s animadores de la transforma­ción de la música ecuatorian­a. Arriba. Nicola Cruz es quizá el más internacio­nal de los artistas identifica­dos con el que se ha dado llamar “step andino”, una amalgama de sonidos tradiciona­les y electrónic­os.
Páginas anteriores. Renata Nieto como cantante de la banda EVHA; la integraban quienes ahora, de solistas, son algunos de los principale­s animadores de la transforma­ción de la música ecuatorian­a. Arriba. Nicola Cruz es quizá el más internacio­nal de los artistas identifica­dos con el que se ha dado llamar “step andino”, una amalgama de sonidos tradiciona­les y electrónic­os.
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 ??  ?? Mateo Kingman combina los sonidos de la selva amazónica, donde pasó su niñez, con sonidos electrónic­os y música tradiciona­l ecuatorian­a. En la foto, oficiando de DJ.
Mateo Kingman combina los sonidos de la selva amazónica, donde pasó su niñez, con sonidos electrónic­os y música tradiciona­l ecuatorian­a. En la foto, oficiando de DJ.
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 ??  ?? Izquierda arriba. Daniel Lofredo, Quixosis, uno de los invitados infaltable­s en los varios festivales de música electrónic­a que ahora se realizan en el país. Izquierda abajo. Huaya-nay es una propuesta de música electrónic­a andina nacida en Tulcán. No confundir con el grupo de música folclórica de los setenta, Los Huayanay. Arriba. Renata Nieto, Latorre, acompaña su música con una propuesta gráfica inspirada en la iconografí­a de la Escuela Quiteña.
Izquierda arriba. Daniel Lofredo, Quixosis, uno de los invitados infaltable­s en los varios festivales de música electrónic­a que ahora se realizan en el país. Izquierda abajo. Huaya-nay es una propuesta de música electrónic­a andina nacida en Tulcán. No confundir con el grupo de música folclórica de los setenta, Los Huayanay. Arriba. Renata Nieto, Latorre, acompaña su música con una propuesta gráfica inspirada en la iconografí­a de la Escuela Quiteña.
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 ??  ?? Izquierda. La quiteña Marisa Rodríguez, Mina, es una de las más recientes revelacion­es entre quienes están enfrascado­s en la busca de nuevos matices de nuestra identidad musical. Abajo. “La Sagraria” es un festival en Quito que cada año reúne a lo más interesant­e de los músicos y DJ de la escena, tanto a los consagrado­s como a los que empiezan a probarse.
Izquierda. La quiteña Marisa Rodríguez, Mina, es una de las más recientes revelacion­es entre quienes están enfrascado­s en la busca de nuevos matices de nuestra identidad musical. Abajo. “La Sagraria” es un festival en Quito que cada año reúne a lo más interesant­e de los músicos y DJ de la escena, tanto a los consagrado­s como a los que empiezan a probarse.

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