Seremos lo que comamos
agricultura y mercados en flujo
La pandemia trajo cambios profundos en todos los ámbitos. Nuestros sistemas agroalimentarios tampoco quedaron indemnes. Héloïse Benoit, con un enfoque en la agricultura campesina, explora algunas de estas transformaciones, tanto las efímeras como las que parecen más duraderas. El futuro de nuestra alimentación emergerá de ellas.
Mercado mayorista de Ambato reabrirá sus puertas”, pude leer en un diario nacional. Este mercado, uno de los más importantes de la Sierra central, había cerrado el 18 de marzo, provocando caos en las calles aledañas apoderadas por comerciantes informales y compradores –resaltaba la nota. Así que la reapertura, el 23 de abril pasado, seguro fue un alivio para muchos. El artículo se enfocaba en el control por parte de la policía desde esta fecha, medidas excepcionales justificadas ante el riesgo de contagio de coronavirus, y para evitar un nuevo cierre de esta pieza clave del abastecimiento alimentario nacional. Esta posibilidad –que un mercado tan importante tenga que volver a cerrar– despierta en mí una inquietud: de repetirse la historia, ¿cuáles serían las consecuencias? Incongruencias como estas nos enfrentan a una verdad incómoda: el sistema de comercialización convencional podría no ser tan bueno como confiábamos. La crisis permitió que se corra el telón y dejó ver rasgos defectuosos de nuestro sistema alimentario moderno. Repensarlo, poniendo atención a las nuevas realidades, es ahora más necesario que nunca.
Desde que empezó la emergencia causada por el covid-19, la demanda de repartos a domicilio ha crecido exponencialmente, y la agricultura campesina ya se anticipó, brindando a nuestras mesas productos sanos y frescos –verduras, frutas, hortalizas y hasta productos artesanales–, un importante aporte a nuestra soberanía alimentaria. INICIATIVAS QUE SE (RE)ORGANIZAN
“En Pelileo han decidido establecer mercados al aire libre, con restricciones para entrar y protección para las vendedoras. Y allí, las productoras agroecológicas han podido beneficiarse del acceso al mercado”, me cuenta Óscar Quillupangui, codirector y responsable de programas de Swissaid, una ONG presente en el país desde 1977. En este pueblo decidieron ubicar las ferias campesinas en la cancha municipal, que permite el distanciamiento social. Este es solo un ejemplo de cómo varios actores que reflexionan sobre el origen de los alimentos y buscan tejer relaciones directas entre consumidores y campesinos, están promoviendo circuitos de comercialización cortos (con el menor número de intermediarios posible) y alternativos (libres de químicos, sostenibles, campesinos, con relaciones campo-ciudad más equitativas).
A pocos kilómetros, en Ambato, la unión de organizaciones Productoras Agroecológicas y de Comercialización Asociativa de Tungurahua (PACAT) ha podido mantener la feria de plaza Pachano, una de las iniciativas de venta directa más antiguas del país. Según Luz Villacís, su presidenta, antes de la emergencia esta feria acogía cada sábado más de ochocientos consumidores, y desde el 17 de marzo, “el municipio [incluso] apoyó la feria”. Varias etapas marcaron el proceso, desde establecer protocolos de bioseguridad, cambiar horarios por el toque de queda y trasladar la feria de los sábados a los viernes y lunes, debido a las restricciones de circulación el fin de semana y para limitar aglomeraciones.
“En Guaranda se ha generado una buena coordinación entre grupos campesinos del cantón, el municipio y el ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG) a través de la subsecretaría de Agricultura Familiar y Campesina. Lo que han hecho es recolectar la producción en las fincas, llevarla a un centro de acopio improvisado y elaborar canastas para la sociedad civil”, comenta Óscar. Una alianza similar ocurre en Ambato, así como en otras diecinueve provincias, con notables diferencias: según una fuente institucional cercana a estas iniciativas, en Pichincha, las cinco organizaciones de productores que han permitido una cobertura desde los valles hasta Calderón, tienden a una cierta autonomía. Mientras tanto, en Carchi “el equipo de la subsecretaría está [involucrado] desde la cosecha hasta la distribución”.
Son ejemplos de experiencias reemergentes, exitosas gracias al tejido social preexistente y a la articulación de distintos actores. Los municipios, a quienes les compete la gestión del espacio público, son actores clave y su compromiso permitió tanto mantener ferias en Pelileo o Ambato, así como proporcionar un centro de acopio en Guaranda. “Son modelos en los cuales otros alcaldes podrían inspirarse”, concluye Óscar.
LÓGICAS DE VENTA
“La mayoría de los productores de circuitos cortos buscan varios espacios de venta. No son espacios fijos, sino territorios móviles, fluidos”, argumenta Myriam Paredes, socióloga especialista en comercialización campesina. Cada campesina, cada productor aporta una solución según su contexto personal –tener o no movilización, protegerse frente al riesgo de contagio, necesidades económicas, entre otros– y condiciones externas, como el cierre de vías secundarias para limitar el contagio, como se vio en varias comunidades. Luz cuenta que “algunos compañeros no pueden salir ni entrar de sus comunidades, como en el caso de Tisaleo, Mocha o Patate. Tienen que vender en la misma comunidad”.
Un ejemplo de reorganización es la feria quiteña “Frutos de Nuestra Tierra”, en Carcelén, que funciona desde 2013 y acoge a productoras de Cayambe, Imbabura y del Noroccidente de Pichincha. Desde que empezó la emergencia sanitaria “la respuesta de cada compañera ha sido diferente”, me cuenta Marcelo Aizaga, vocero de la campaña nacional ¡Que rico es comer sano y de mi tierra! “Las productoras de Cayambe lograron vender sus productos sin la necesidad de desplazarse [hasta Carcelén]. Otra compañera, de Imbabura, ella sí necesitaba, por deudas, y como tiene camión pudo movilizarse”. La reorganización alegró a las doscientas familias que se abastecen de verduras, frutas y hortalizas agroecológicas en la feria. Sin embargo, surgieron problemas para circular “a pesar de tener salvoconductos y cumplir con las normas de bioseguridad”, cuenta Marcelo. Este no
es un caso aislado: “había compañeras preocupadas por las sanciones, porque las hubo. Incluso se presentaron casos de campesinas que para poder seguir con las entregas, tuvieron que pagar una coima a los encargados del control”. Estas prácticas inaceptables llevaron a la publicación de una carta abierta dirigida al Comité de Operaciones de Emergencia (COE) y al municipio de Quito, evidenciando estas fallas y abogando por un necesario reconocimiento de estos circuitos y de la labor de los campesinos, iniciativa que hasta ahora no ha tenido respuesta.
Estos ejemplos forman parte de la realidad del 10 % de campesinos que venden sus productos directamente al consumidor, ventaja notable que les permite obtener un mejor precio. Para el 90 % restante, la comercialización pasa por intermediarios que se llevan gran parte de las ganancias y tienen que someterse a la gran volatilidad de precios, la especulación y demás factores sobre los cuales los campesinos no tienen ni el menor control.
ORGANIZAR LA RESILIENCIA
“El consumo sí fue un boom. Desde el inicio de la emergencia se entregan más de 3 mil canastas semanales en Quito”, explica Marcelo. De igual forma lo destaca Mohammed, colaborador de Wayruro, tienda quiteña que promueve alimentos agroecológicos y nativos provenientes de fincas campesinas relacionadas a través de la Red de Guardianes de Semillas: “el teléfono no dejaba de timbrar”. Varios productores atestiguan lo mismo: aumentos impresionantes de pedidos, especialmente las primeras semanas, nuevos consumidores y el incremento de entregas a domicilio.
¿Cómo explicar que la respuesta no solo se haya dado, sino que haya sido inmediata y eficiente? Primero, la agroecología es parte de estas huertas desde antes de la crisis, lo que hace posible la comercialización directa: se planifica la siembra y cosecha para ofrecer variedad de alimentos durante todo el año y responder a las expectativas de los consumidores, se establece un precio rentable para el campesino y accesible al consumidor, y se asume la responsabilidad de la relación comercial y humana, lo que hace que la compra sea más que un intercambio de dinero. Segundo, las redes campesinas preexistentes no tuvieron dificultad para (re)armar con rapidez iniciativas en conjunto. “Una finca no puede entregar 5 mil canastas sola, pero impulsando todos los pequeños espacios, sí hay una respuesta. […] El estado privilegia los cultivos de exportación, y la cosa no va por ahí; si un país se queda sin alimento, ¿qué se hace?”, se pregunta Marcelo. Este cuestionamiento de las políticas estatales orientadas a la exportación interpela directamente al uso que damos a la tierra. Según el censo nacional agrícola (2001), en Ecuador el 12% de las fincas ocupa 7,5 millones de hectáreas, es decir, el 59% de tierra cultivable; esta extensión está dedicada mayoritariamente a productos de exportación. Mientras tanto, el 88% restante son fincas familiares que, utilizando el 41% del suelo agrícola, llegan a proveer el 60% de alimentos que consumimos a diario.