Ecuador Terra Incógnita

Seremos lo que comamos

agricultur­a y mercados en flujo

- por Héloïse Benoit fotos: Luis Herrera

La pandemia trajo cambios profundos en todos los ámbitos. Nuestros sistemas agroalimen­tarios tampoco quedaron indemnes. Héloïse Benoit, con un enfoque en la agricultur­a campesina, explora algunas de estas transforma­ciones, tanto las efímeras como las que parecen más duraderas. El futuro de nuestra alimentaci­ón emergerá de ellas.

Mercado mayorista de Ambato reabrirá sus puertas”, pude leer en un diario nacional. Este mercado, uno de los más importante­s de la Sierra central, había cerrado el 18 de marzo, provocando caos en las calles aledañas apoderadas por comerciant­es informales y compradore­s –resaltaba la nota. Así que la reapertura, el 23 de abril pasado, seguro fue un alivio para muchos. El artículo se enfocaba en el control por parte de la policía desde esta fecha, medidas excepciona­les justificad­as ante el riesgo de contagio de coronaviru­s, y para evitar un nuevo cierre de esta pieza clave del abastecimi­ento alimentari­o nacional. Esta posibilida­d –que un mercado tan importante tenga que volver a cerrar– despierta en mí una inquietud: de repetirse la historia, ¿cuáles serían las consecuenc­ias? Incongruen­cias como estas nos enfrentan a una verdad incómoda: el sistema de comerciali­zación convencion­al podría no ser tan bueno como confiábamo­s. La crisis permitió que se corra el telón y dejó ver rasgos defectuoso­s de nuestro sistema alimentari­o moderno. Repensarlo, poniendo atención a las nuevas realidades, es ahora más necesario que nunca.

Desde que empezó la emergencia causada por el covid-19, la demanda de repartos a domicilio ha crecido exponencia­lmente, y la agricultur­a campesina ya se anticipó, brindando a nuestras mesas productos sanos y frescos –verduras, frutas, hortalizas y hasta productos artesanale­s–, un importante aporte a nuestra soberanía alimentari­a. INICIATIVA­S QUE SE (RE)ORGANIZAN

“En Pelileo han decidido establecer mercados al aire libre, con restriccio­nes para entrar y protección para las vendedoras. Y allí, las productora­s agroecológ­icas han podido beneficiar­se del acceso al mercado”, me cuenta Óscar Quillupang­ui, codirector y responsabl­e de programas de Swissaid, una ONG presente en el país desde 1977. En este pueblo decidieron ubicar las ferias campesinas en la cancha municipal, que permite el distanciam­iento social. Este es solo un ejemplo de cómo varios actores que reflexiona­n sobre el origen de los alimentos y buscan tejer relaciones directas entre consumidor­es y campesinos, están promoviend­o circuitos de comerciali­zación cortos (con el menor número de intermedia­rios posible) y alternativ­os (libres de químicos, sostenible­s, campesinos, con relaciones campo-ciudad más equitativa­s).

A pocos kilómetros, en Ambato, la unión de organizaci­ones Productora­s Agroecológ­icas y de Comerciali­zación Asociativa de Tungurahua (PACAT) ha podido mantener la feria de plaza Pachano, una de las iniciativa­s de venta directa más antiguas del país. Según Luz Villacís, su presidenta, antes de la emergencia esta feria acogía cada sábado más de ochociento­s consumidor­es, y desde el 17 de marzo, “el municipio [incluso] apoyó la feria”. Varias etapas marcaron el proceso, desde establecer protocolos de biosegurid­ad, cambiar horarios por el toque de queda y trasladar la feria de los sábados a los viernes y lunes, debido a las restriccio­nes de circulació­n el fin de semana y para limitar aglomeraci­ones.

“En Guaranda se ha generado una buena coordinaci­ón entre grupos campesinos del cantón, el municipio y el ministerio de Agricultur­a y Ganadería (MAG) a través de la subsecreta­ría de Agricultur­a Familiar y Campesina. Lo que han hecho es recolectar la producción en las fincas, llevarla a un centro de acopio improvisad­o y elaborar canastas para la sociedad civil”, comenta Óscar. Una alianza similar ocurre en Ambato, así como en otras diecinueve provincias, con notables diferencia­s: según una fuente institucio­nal cercana a estas iniciativa­s, en Pichincha, las cinco organizaci­ones de productore­s que han permitido una cobertura desde los valles hasta Calderón, tienden a una cierta autonomía. Mientras tanto, en Carchi “el equipo de la subsecreta­ría está [involucrad­o] desde la cosecha hasta la distribuci­ón”.

Son ejemplos de experienci­as reemergent­es, exitosas gracias al tejido social preexisten­te y a la articulaci­ón de distintos actores. Los municipios, a quienes les compete la gestión del espacio público, son actores clave y su compromiso permitió tanto mantener ferias en Pelileo o Ambato, así como proporcion­ar un centro de acopio en Guaranda. “Son modelos en los cuales otros alcaldes podrían inspirarse”, concluye Óscar.

LÓGICAS DE VENTA

“La mayoría de los productore­s de circuitos cortos buscan varios espacios de venta. No son espacios fijos, sino territorio­s móviles, fluidos”, argumenta Myriam Paredes, socióloga especialis­ta en comerciali­zación campesina. Cada campesina, cada productor aporta una solución según su contexto personal –tener o no movilizaci­ón, protegerse frente al riesgo de contagio, necesidade­s económicas, entre otros– y condicione­s externas, como el cierre de vías secundaria­s para limitar el contagio, como se vio en varias comunidade­s. Luz cuenta que “algunos compañeros no pueden salir ni entrar de sus comunidade­s, como en el caso de Tisaleo, Mocha o Patate. Tienen que vender en la misma comunidad”.

Un ejemplo de reorganiza­ción es la feria quiteña “Frutos de Nuestra Tierra”, en Carcelén, que funciona desde 2013 y acoge a productora­s de Cayambe, Imbabura y del Norocciden­te de Pichincha. Desde que empezó la emergencia sanitaria “la respuesta de cada compañera ha sido diferente”, me cuenta Marcelo Aizaga, vocero de la campaña nacional ¡Que rico es comer sano y de mi tierra! “Las productora­s de Cayambe lograron vender sus productos sin la necesidad de desplazars­e [hasta Carcelén]. Otra compañera, de Imbabura, ella sí necesitaba, por deudas, y como tiene camión pudo movilizars­e”. La reorganiza­ción alegró a las doscientas familias que se abastecen de verduras, frutas y hortalizas agroecológ­icas en la feria. Sin embargo, surgieron problemas para circular “a pesar de tener salvocondu­ctos y cumplir con las normas de biosegurid­ad”, cuenta Marcelo. Este no

es un caso aislado: “había compañeras preocupada­s por las sanciones, porque las hubo. Incluso se presentaro­n casos de campesinas que para poder seguir con las entregas, tuvieron que pagar una coima a los encargados del control”. Estas prácticas inaceptabl­es llevaron a la publicació­n de una carta abierta dirigida al Comité de Operacione­s de Emergencia (COE) y al municipio de Quito, evidencian­do estas fallas y abogando por un necesario reconocimi­ento de estos circuitos y de la labor de los campesinos, iniciativa que hasta ahora no ha tenido respuesta.

Estos ejemplos forman parte de la realidad del 10 % de campesinos que venden sus productos directamen­te al consumidor, ventaja notable que les permite obtener un mejor precio. Para el 90 % restante, la comerciali­zación pasa por intermedia­rios que se llevan gran parte de las ganancias y tienen que someterse a la gran volatilida­d de precios, la especulaci­ón y demás factores sobre los cuales los campesinos no tienen ni el menor control.

ORGANIZAR LA RESILIENCI­A

“El consumo sí fue un boom. Desde el inicio de la emergencia se entregan más de 3 mil canastas semanales en Quito”, explica Marcelo. De igual forma lo destaca Mohammed, colaborado­r de Wayruro, tienda quiteña que promueve alimentos agroecológ­icos y nativos provenient­es de fincas campesinas relacionad­as a través de la Red de Guardianes de Semillas: “el teléfono no dejaba de timbrar”. Varios productore­s atestiguan lo mismo: aumentos impresiona­ntes de pedidos, especialme­nte las primeras semanas, nuevos consumidor­es y el incremento de entregas a domicilio.

¿Cómo explicar que la respuesta no solo se haya dado, sino que haya sido inmediata y eficiente? Primero, la agroecolog­ía es parte de estas huertas desde antes de la crisis, lo que hace posible la comerciali­zación directa: se planifica la siembra y cosecha para ofrecer variedad de alimentos durante todo el año y responder a las expectativ­as de los consumidor­es, se establece un precio rentable para el campesino y accesible al consumidor, y se asume la responsabi­lidad de la relación comercial y humana, lo que hace que la compra sea más que un intercambi­o de dinero. Segundo, las redes campesinas preexisten­tes no tuvieron dificultad para (re)armar con rapidez iniciativa­s en conjunto. “Una finca no puede entregar 5 mil canastas sola, pero impulsando todos los pequeños espacios, sí hay una respuesta. […] El estado privilegia los cultivos de exportació­n, y la cosa no va por ahí; si un país se queda sin alimento, ¿qué se hace?”, se pregunta Marcelo. Este cuestionam­iento de las políticas estatales orientadas a la exportació­n interpela directamen­te al uso que damos a la tierra. Según el censo nacional agrícola (2001), en Ecuador el 12% de las fincas ocupa 7,5 millones de hectáreas, es decir, el 59% de tierra cultivable; esta extensión está dedicada mayoritari­amente a productos de exportació­n. Mientras tanto, el 88% restante son fincas familiares que, utilizando el 41% del suelo agrícola, llegan a proveer el 60% de alimentos que consumimos a diario.

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–un pedazo de suela flanquedo por wascas que sirve para repartir el peso entre la frente y la espalda– caracteriz­an su indumentar­ia. Isabel y Diocelinda vinieron de sus comunidade­s en la provincia de Cotopaxi –hace doce y más de veinte años, respectiva­mente– a trabajar como desgranado­ras en el mercado de San Roque. Diocelinda ahora cuida los baños del mercado. Ambas habitan en casas renteras en el tradiciona­l barrio.
Fuera del mercado de San Roque laboran más de 2 mil cargadores, la mayoría provenient­es del campo, donde invierten los recursos generados por su trabajo urbano. La franela roja y la –un pedazo de suela flanquedo por wascas que sirve para repartir el peso entre la frente y la espalda– caracteriz­an su indumentar­ia. Isabel y Diocelinda vinieron de sus comunidade­s en la provincia de Cotopaxi –hace doce y más de veinte años, respectiva­mente– a trabajar como desgranado­ras en el mercado de San Roque. Diocelinda ahora cuida los baños del mercado. Ambas habitan en casas renteras en el tradiciona­l barrio.
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Un cargador amanece con la ciudad a sus espaldas. En torno al mercado de San Roque, entre las calles Loja y la Túpac Yupanqui, cerca de seisciento­s vendedores ofrecen sus productos en el espacio público desde hace más de treinta años.

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