Lo que duele del palmito
historias de vida de un cultivo tropical
El cultivo del palmito se inició con entusiasmo hace algunas décadas en el país, y se ha extendido en el noroccidente de Pichincha, incluso con fomento estatal. La dolarización y cambios en los mercados lo han vuelto poco rentable. Juan Freile constata qué implica esa crisis para los hombres y mujeres que trabajan en las plantaciones en precarias condiciones.
Antonio Zambrano tiene una espina de palmito incrustada en su antebrazo izquierdo que no le deja trabajar con normalidad. Según el código del Trabajo, sus empleadores tienen que prestarle asistencia médica hasta que sane o hasta que se determine su incapacidad permanente. Sin embargo, Antonio no ha dejado de trabajar desde aquel percance. Un día que se ausentó trajo un certificado médico que lo justificaba, mas los tallos que no cosechó le fueron descontados de su jornal. Sus empleadores le han afiliado al seguro social, como manda la ley, pero en la realidad sus derechos laborales son vulnerados con una facilidad que sobrecoge.
Antonio vive en El Campamento, a mitad de camino entre Pachijal, Guayabillas y Mashpi, al noroccidente de Pichincha, donde se extienden casi quinientas hectáreas de palmito cultivado. Hace apenas tres décadas en la zona predominaba la selva húmeda. El carretero de verano solo llegaba hasta Pachijal y por él salía mucha madera, según Marco Bolaños, uno de los aserradores de aquellos años.
Marco fue testigo de los primeros cultivos de palmito en la zona. A mediados de los noventa, varios empresarios adquirieron fincas cubiertas en bosques y potreros porque los precios por hectárea eran muy bajos. Según testimonios, fue Santiago Peña, empresario vinculado a la industria maderera que tenía una finca cerca de Mashpi, quien impulsó la palmitocultura local. Los primeros palmitos se sembraron hacia 1996 en Pachijal, a expensas del bosque, y en 1998 empezó el cultivo en Mashpi. Los campesinos de la zona desconocían que esa mata silvestre también se podía cultivar.
Mucha gente local se volcó a laborar en palmito porque en esos años había pocas otras
opciones. Al inicio, los hombres picaban la tierra, la mezclaban con abono, limpiaban malezas y fertilizaban el suelo, mientras mujeres, niños y ancianos llenaban las fundas donde germinarían los palmitos. El pago por día era 25 mil sucres (menos de diez dólares), mientras que cada funda de tierra valía cinco sucres, por lo que era necesario llenar hasta cinco mil fundas para completar un jornal.
Las fincas de la zona empleaban al inicio hasta cincuenta personas. Sus pagos mensuales se calculaban a jornal diario o por tarea cumplida. Luego, cuando el palmito se asentó, la cantidad de jornaleros disminuyó de forma importante porque una sola persona podía mantener hasta cinco hectáreas. En
Ecuador se cultiva palmito desde hace tres décadas. Hacia 2000 existían más de 15 mil hectáreas en el país, principalmente en zonas con alta pluviosidad. En general, el trabajo en cultivos en producción se organiza por lotes de cuatro a diez hectáreas asignados a cada trabajador. En ellos, cada uno debe ejecutar las tareas que dictaminen los administradores.
Trabajar un lote implica chapear las filas entre palmitos, hilar, fumigar y cosechar los tallos. Hilar es considerada como la tarea más dura, porque se siegan hierbas a machete entre las matas de palmito. Esta tarea puede tomar tres días, se realiza hasta tres veces por año y exige varias horas con las espaldas dobladas y en frecuente fricción con las espinas del palmito.
La otra tarea agotadora es la cosecha o corte, para la que es necesario reconocer tallos de grosor y longitud idóneos. La cantidad de tallos cosechados depende del cupo que da la empresa empacadora a cada finca. Por ejemplo, un cupo puede alcanzar los 11 mil tallos semanales. Si a la semana se hacen tres cortes, cada corte debe reportar unos 3700 tallos. Eso, entre seis loteros, por dar un caso, implica más de seiscientos tallos por persona en cada corte, lo cual toma hasta cinco horas de trabajo continuo. El pago por corte bordea los cinco centavos por tallo. Para
los dueños de las fincas en Pachijal, Mashpi y Guayabillas, la inversión se justificaba porque el palmito se cosecha apenas a los dos años, a diferencia de muchos cultivos
que tardan varios años. Las primeras ventas de José María Ponce, palmitocultor de Mashpi, a Inaexpo, la principal comercializadora de palmito cultivado en el mundo –parte del grupo empresarial Pronaca– sucedieron poco antes de la dolarización del año 2000. Recibió doce centavos de dólar por tallo, cuando el dólar bordeaba los 15 mil sucres. Era un excelente precio que prometía crecer, pero la dolarización cambió el panorama. Con todo, las nacientes fincas de palmito de la zona subsistieron de milagro, y el mercado internacional logró recuperarse.
Entre 2006 y 2008, las empacadoras pagaron hasta cuarenta centavos por tallo. Luego el precio empezó a bajar, pero se mantuvo sobre los treinta centavos por un tiempo más. El palmito ecuatoriano se vendía bien en Francia, Argentina, Chile y otros destinos, y llegó a ser uno de los productos agrícolas de exportación más representativos. La entrada al Ecuador de Incopalmito, una empresa costarricense ligada a una enorme transnacional agrícola, y el surgimiento en Ecuador de varias pequeñas empresas empacadoras y productoras, permitió equilibrar la competencia con Inaexpo y mejorar las condiciones para los productores. Ecuador llegó a ser el primer productor, con hasta 90% de la exportación mundial.
Las débiles exigencias salariales y laborales de los trabajadores agrícolas de aquel tiempo hacían más rentable el negocio. Cuando Edwin Angulo empezó a trabajar el palmito, todavía menor de edad, ganaba unos veinticinco dólares por quincena. Luris Napa, mamá de cinco, completaba sesenta quincenales. Ambos trabajaban en el palmito de Ponce, quien siempre confió el manejo de sus fincas a distintos administradores. Según datos oficiales, entre 2000 y 2005 el salario básico mensual promediaba los 109 dólares, pero en la zona la mayoría ganaba menos que eso, ya que se pagaba por día trabajado y no siempre había trabajo.
Las reformas al código laboral en 2012 y 2014 implicaron ajustes salariales y laborales importantes para los trabajadores, y tuvieron un impacto económico considerable para los productores. De mensuales que bordeaban los doscientos dólares debieron pasar a un salario básico mensual superior a trescientos dólares; además, se reforzó la obligatoriedad de dar seguridad social y otros derechos. Según un estudio elaborado en 2011 por la consultora Kaymanta para la secretaría de Ambiente de Quito, nueve de trece fincas palmitocultoras de la zona afiliaban a sus trabajadores a la seguridad social antes de las mencionadas reformas. Los campesinos entrevistados por la consultora estimaban que apenas 10% de los trabajadores estaban asegurados.
Pese a estos ajustes, en la actualidad predominan los pagos por tarea en los que, a decir de los palmitocultores, son los jornaleros quienes establecen las tarifas. Los valores se fijan por hectárea trabajada, sin importar cuántos días tome, y alcanzan entre setenta y ciento diez dólares por tarea.
Después de una década, la mayoría de campesinos se cansó del duro trabajo a sol o aguacero, las malas pagas y los maltratos de algunos administradores, por lo que empezaron a buscar otras plazas de trabajo. Para campesinos que no tienen tierras propias para cultivar, como muchos en la zona, laborar para otros parece ser la única alternativa.
Su lugar fue ocupado por otros campesinos sin tierras migrados principalmente desde Manabí, donde el trabajo d i s ponible y l os
pagos s on aún peores. Ellos forman parte de una estadística imprecisa de campesinos que han migrado de manera sostenida en las últimas décadas hacia áreas de mayor desarrollo agroindustrial, atraídos por cultivos como la palma aceitera, banano, piña, papaya, cacao y palmito. Son numerosas familias que se mueven por estas áreas y que, según testimonios de la gente de Mashpi, suelen establecerse poco tiempo en un solo lugar.
Gustavo Zambrano, Mariano Ramírez, Gina Díaz, Enrique Yánez, Ángel Napa o Héctor Vélez empezaron a trabajar en palmito hace unos quince años en las vecindades de La Unión, Quinindé o Pedro Vicente Maldonado. Hasta allí llegaron anuncios de radio o avisos de familiares que ofrecían sueldos altos, seguridad social y estabilidad laboral en la zona de Mashpi, a donde se mudaron.
Las buenas condiciones duraron poco. Ramírez se quedó sin seguridad social después de un año. Zambrano no recibió su sueldo durante cuatro meses. Yánez ganaba poco por un trabajo que le costaba demasiado. Las ofertas de buenos salarios solían venir de Pancho Bravo, exadministrador de la finca de Ponce en Mashpi. A Bravo se le atribuía la práctica de cambiar las condiciones de trabajo una vez que los jornaleros se establecían en las fincas. Bravo ya no trabaja en palmitocultura en la zona, y varios intentos por obtener su versión fallaron. Quienes trabajaron para él cuentan que los acuerdos de trabajo eran por tarea, como es común en la zona. La diferencia radicaba en que Bravo imponía tareas que muy pocos trabajadores podían cumplir. A tarea incumplida o completada a medias, no había paga. La alternativa que encontraban los campesinos recién llegados, muchos sin experiencia previa en palmito, era poner a trabajar a su familia para completar la tarea y asegurarse el jornal.
De los Yánez trabajaban –bajo las órdenes de Bravo– papá, los hijos mayores y en ocasiones el abuelo. Entre todos completaban la tarea de uno y ganaban un sueldo. Abigail Ramírez, su hijo Mariano y un nieto trabajaban igual. También los seis compañeros que llegaron con Abigail y que se fueron a los pocos meses. Para José Luis Zurita, seis años en palmito, lo difícil de trabajar por tarea es que la labor es siempre dura. Al que no cumplía con lo asignado, Bravo le restaba tareas y le pagaba menos. Además, les fiaba los víveres en la tienda que tenía dentro de la plantación; los gastos les eran descontados al momento de cobrar el salario. Gustavo Zambrano y su familia vivieron hasta hace poco en una casa a punto de caerse en medio de la plantación que Bravo administraba. En esa casa vivieron antes los Yánez Cevallos durante casi tres años, sin servicio higiénico, usando agua no apta para consumo humano proveniente de un estero que nace dentro de la propia plantación. En estudios de la universidad de las Américas se determinó que el agua de ríos inmediatos a plantaciones de palmito en la zona no se puede consumir por mostrar indicios de contaminación con agroquímicos.
Por no perder el trabajo es mejor no agitarlo, advierte Mariano a su papá cuando este se angustia por su situación. Ambos dejaron de trabajar para Bravo a fines de 2019,
pero aún esperan su liquidación. Se mudaron a otro palmito en Pachijal, donde laboran ambos, un hijo y un sobrino de Mariano a cambio de un solo jornal. A veces completan trescientos dólares entre los cuatro. Viven en dos cuartos de bloque, piso de tierra, en medio de la plantación. Una sobrina de Mariano recoge el palmito cortado, lo acarrea en un mular hasta el sitio de acopio y gana un adicional por ello.
Por ese miedo a perder el trabajo estas familias errantes se han acostumbrado a condiciones de vida muy duras y han evitado poner denuncias formales ante la Defensoría del Pueblo o el ministerio de Trabajo. En muchos casos, prefieren ganar un poco más a tener seguridad social. Y aunque se sujeten al trabajo, la mayoría al final se va, como los Yánez, que prefirieron mudarse a denunciar los maltratos de Bravo. O como Antonio Zambrano, que finalmente abandonó El Campamento con su brazo espinado y una liquidación menor a la que le correspondía. La peregrinación de estas familias sin tierras continúa, y con ella persiste su obligación de acoplarse a lo que venga.
Pocos, como Luis Ormaza y sus compañeros en la finca de Ponce en Guayabillas, cuentan con un trabajo estable y asegurado.
Liliana Reyna, profesora de la escuela Río Mashpi, ve algo más en esa constante migración: los chicos del palmito no se sienten de ninguna comunidad. Se acostumbran a la inestabilidad. A muchos les cuesta adaptarse a la escuela. Varios dejan los estudios en la adolescencia porque los interrumpen tras cada mudanza, porque se ven obligados a trabajar, a cuidar de sus hermanos menores o a ser mamás. Gabriel, nieto de Abigail, dejó los estudios para trabajar. José Luis Zurita también. Paola Montalván y Mayuri Vélez los dejaron para parir a sus primeros hijos antes de los quince.
Para la mayoría de palmitocultores, este cultivo ha dejado de ser rentable por la caída de los precios de exportación, los altos costos que implica una economía dolarizada, la falta de incentivos estatales para la producción y la poca acogida del palmito en el mercado nacional. Los costos en salarios e insumos