Fiebre amarilla en Guayaquil, 1842
La naciente república enfrentaba las deudas dejadas por las guerras de Independencia y la inestabilidad política fruto de contiendas intestinas. Otra calamidad se sumó a los graves retos: la epidemia de fiebre amarilla que asoló la región de Guayaquil a mediados del siglo XIX. Danny del Pezo nos devuelve a esos turbulentos tiempos, que sentaron las bases de la salubridad moderna en el puerto.
Yo no puedo recordar sin horror y pena el cuadro horrible que presentaba Guayaquil á los principios de la enfermedad.
Francisco Mariano de Miranda, 1844
La fiebre amarilla azotó Guayaquil en 1842. En los años previos a la epidemia, los viajeros describen a Guayaquil como una rica ciudad tropical, parada frecuente en los viajes por el Pacífico Sur. En l837, el viajero sueco Carl Gosselman la describe así: “Aquí no sólo hay todos los productos tropicales corrientes, tales como azúcar, arroz, café, algodón, tabaco, etc., sino también cacao en tanta cantidad, que constituye el principal artículo de exportación”.
Según el mismo relato, la ciudad contaba con 22 mil habitantes, aunque otros cálculos difieren de esa cifra. Como advierte Alberto Cordero en su libro La fiebre amarilla en Guayaquil en 1842 (2013), conocer con exactitud la población que había es difícil por los datos contradictorios que existen. Una característica relevante de la ciudad para el arraigo de la fiebre amarilla es su clima cálido y la proximidad de tierras inundables. El viajero sueco nota: “a diferencia del resto de la costa occidental de Sudamérica, perteneciente a Chile, Bolivia y Perú, que sólo presenta desnudos llanos arenosos y montes áridos, aparece en cambio aquí la vegetación con la exuberancia que suele tener entre los trópicos”. Esa condición de ciudad tropical fue el caldo de cultivo para la epidemia de fiebre amarilla, pues es propicia para la propagación de su vector, el mosquito Aedes aegypti.
Según Francisco Mariano de Miranda, de quien tenemos un recuento contemporáneo de la epidemia, la enfermedad llegó a Guayaquil en septiembre de 1842. No hay acuerdo sobre cómo llegó la fiebre al puerto. El cronista Rodolfo Pérez Pimentel menciona que llegó a través de la nave “Reina Victoria”, sin embargo, Miranda señala que no hay claridad sobre el tema. La enfermedad apareció primero en el barrio del Astillero, para después pasar a la “ciudad vieja”. En noviembre, la fiebre sale del perímetro urbano y se extiende por el campo. Otras localidades cercanas como Samborondón, Bodegas y Daule también reportan enfermos. Para diciembre, la epidemia llega a su máxima extensión geográfica. Hay infectados en la provincia de Manabí y en El Morro. La curva de contagios llegó a su pico en noviembre de 1842 con 764 casos. Luego bajó lentamente hasta que en 1844 ya solo se reportaban casos aislados.
La ciudad tenía precarias condiciones sanitarias. Esta situación dificultó el combate a la enfermedad. En un principio, los médicos no identificaban el tipo de fiebre, por lo que la atención que recibían los enfermos no solía ser la adecuada. En cambio, otros, los más necesitados, en un momento dado fueron abandonados prácticamente a su suerte. El hospital general se negó a recibir a los epidemiados. De Miranda acota: “La clase más menesterosa no es prestaba (sic) á este servicio sino con suma dificultad y por una paga exorbitante”. Algunos
médicos también resultaron contagiados y perecieron. El pánico provocó que otros huyeran al campo, con lo cual la enfermedad se extendió al interior de la provincia. Según Alberto Cordero, el paso de la epidemia dejó un total de 2454 muertos en la ciudad entre 1842 y 1843.
Por lo regular, el período de desarrollo de la enfermedad fluctuaba entre nueve y doce días. En otros, la duración era muy variable, hasta de quince días. Los síntomas identificados son muy diversos. Sin embargo, gran parte de las dolencias se centran en el aparato digestivo, con vómitos y náuseas. Otros síntomas, como delirios, fiebre, color amarillo y demás, se presentan en dos etapas con un período intermedio de remisión.
El tratamiento variaba según la opinión de cada médico tratante. De Miranda asegura “que hasta muy entrada la epidemia no habían adoptado un método general y uniforme”. Por otro lado, menciona que el tratamiento brindado por el médico José Mascote fue uno de
los más efectivos, a juzgar por la gran cantidad de recuperados que fueron atendidos por este galeno. Sin embargo, el tratamiento del doctor Juan Bautista Destruge, presidente de la Junta Médica, fue el más utilizado por los médicos. Incluso los propios métodos del tratamiento del doctor Destruge eran muy variados. A los pacientes se les trataba con baños de pies, tés, jugos cítricos, sanguijuelas, tónicos, vómitos y un largo etcétera. Al no haber tratamiento específico para este mal, se intentaba todo lo que podría ofrecer alguna promesa.
De igual forma, el posible motivo de la infección se establecía de forma intuitiva. En esa época, en ninguna parte del mundo se conocía la forma de contagio. La relación entre la transmisión del virus y los mosquitos no se descubriría sino hasta finales del siglo XIX. Sin embargo, ya se presumía que las aguas estancadas (donde los mosquitos se reproducen) propiciaban la aparición de esta epidemia. De Miranda anota que la enfermedad “cuenta con un fuerte apoyo en los
pantanos y aun en los pozos formados para apagar los incendios, además de la malísima policía de muchas casas, en especial en entre-suelos y patios”. También existió el debate sobre el papel del aire en la epidemia. Algunos médicos consideraban, ahora sabemos que con razón, que el aire no podría trasportar el “efluvio maligno”. Sin embargo, se diferenció entre el “aire libre” y el de la atmósfera de una habitación o casa.
Vicente Rocafuerte, entonces gobernador nombrado por el presidente Juan José Flores, tomó las primeras medidas. Mandó construir un hospital exclusivo para los contagiados. En lo económico, intentó evitar el desabastecimiento de víveres y combatió la especulación de ciertos comerciantes. También se formó una junta de beneficencia y se organizaron donaciones de dinero a los pobres, que se entregaba según la cantidad de infectados que tuviese cada familia. Por otro lado, se llevaba un registro del impacto de la epidemia a través de los informes de fallecidos del camposanto. Alberto Cordero cita un informe del 7 de diciembre de 1842 en que Rocafuerte expresaba, al fin, su alivio: “creo que la peste va declinando, pues en los últimos partes del panteón [los entierros] son de 8, 6, 5, 3 y 2, que es el más favorable de todos”.
También se tomaron medidas que modificaron algunos aspectos de la vida diaria. Después de recorrer la ciudad y dialogar con los médicos, el mismo Rocafuerte señala algunas de ellas:
Primero, secar los pantanos que forma el Estero Salado. Segundo: poner lavanderos públicos en el río, para que no laven en las casas, y se conserven los patios limpios y secos. Tercero: componer, limpiar y empedrar los esteros. Cuarto: prohibir que se establezcan en la ciudad curtiembres y alambiques para destilar aguardiente. Quinto: arreglar el sistema de letrinas. Sexto: abrir en las calles grandes acequias cubiertas con pechiche, para el aseo de la ciudad. Séptimo: cerrar el actual panteón y formar otro nuevo, que es lo que se está haciendo, y es de primera urgencia. Octavo: establecer una policía militar, activa, sagaz y capaz de hacer ejecutar los nuevos reglamentos de policía, que exigen nuestras nuevas circunstancias. Noveno: poner fuentes en la ciudad para dar agua buena a los pobres y no exponerlos a beber agua salada como frecuentemente sucede.
La situación sanitaria impulsó nuevas ordenanzas con respecto a la vida pública y privada de los guayaquileños y el uso de espacio urbano. Algunas disposiciones, como la primera y la tercera, significaron intervenciones en el espacio natural.
Hay un factor común en casi todas las medidas tomadas por Rocafuerte: la intención es organizar o regularizar el manejo del agua. Conciernen su acopio, uso y desagüe en todos los espacios donde esta ocurría: naturales,
públicos y privados. Las ordenanzas carecían de sustento científico –puesto que aún no se sabía de la conexión entre la enfermedad y los lugares de reproducción de los mosquitos–, pero estaban basadas en experiencias más o menos exitosas de otras ciudades. Rocafuerte, otra vez citado por Cordero, describe así la lógica tras las intervenciones: “Este conjunto de medidas puesto en práctica desterrará para siempre de este suelo toda clase de epidemias y de fiebre amarilla. Las ciudades de la Carolina del Sur, Baltimore, Filadelfia y Cádiz comprueban esta verdad”.
La epidemia motivó a repensar algunos aspectos establecidos del devenir de la ciudad. En 1843, Rocafuerte crea un cementerio no confesional. Incluso dicta la disposición de que “en ausencia de un ministro protestante, un sacerdote católico debía bendecir la sepultura”. Según Mariano Fazio, quien lo cita, esta decisión se tomó después de que la epidemia había llegado a su pico. Esta medida nos permite deducir que el ritmo de las sepulturas durante la fiebre no era suficiente para cubrir el incremento de muertes, y lo que buscaba era agilitarlo en el futuro. Al menos, así se evitaría el colapso de los camposantos
Danny del Pezo es historiador y geógrafo por la universidad de Guayaquil, con estudios de posgrado en Cooperación Internacional en el IAEN. Se encuentra cursando una maestría en la FLACSO, donde estudia las relaciones de poder en el contexto del Incendio Grande de Guayaquil. Es profesor de historia en el colegio San Gabriel.