Ecuador Terra Incógnita

Empanadas de hostia

- Por Julio Pazos Barrera

En los recetarios antiguos del Ecuador no constan las empanadas de hostia. Oí de la boca de mi madre que esas empanadas eran deliciosas y que las hacía su madre; pero, no aprendió a confeccion­arlas y, por ende, yo no aprendí a elaborar el bocado. Veinte o quizá treinta años pregunté a muchas personas si habían oído hablar de tales empanadas o si sabían hacerlas, pero la encuesta no dio resultado. Desistí. La anécdota quedaría inconclusa si no fuera porque mi esposa, que ningún interés puso en mis preocupaci­ones culinarias, cierto día que yo comentaba sobre estas empanadas que, más que bocados ya parecían espíritus, dijo, muy oronda: yo sé cómo se hacen, mi abuela me enseñó. Quedé absorto. Tal era mi sorpresa que perdí el habla. Reclamar no tenía sentido. ¿Cuándo las hacemos?, pregunté. Cuando quieras, me respondió. Se necesitan hostias grandes, pero no obleas. Vayamos al monasterio de la Concepción para comprar las hostias y luego iremos al mercado a comprar huevos, moras, azúcar y aceite.

Hicimos espumilla de mora para el relleno. Echamos aceite en la paila de bronce y lo calentamos. Con una brocha frotamos la hostia con clara de huevo y en el centro colocamos una cucharada de espumilla. Doblamos la hostia y apretamos los bordes para pegarlos. Freímos las empanadas. Se abombaron y en un instante las pasamos a la mesa. No pueden esperar porque se aplastan. Los comensales asombrados decían que nunca habían saboreado empanadas de hostia.

Yo hablé del origen del postre. Aludí a los años 1910, cuando mi abuela aprendía a cocinar en Ambato. Su madre o la cocinera que tenía la receta vivieron en la segunda mitad del siglo XIX y ellas aprendiero­n de unas señoras nacidas antes de la Independen­cia. Ocurría lo mismo con la abuela de mi esposa, persona que tenía dos tías conceptas. Iba la señora al monasterio con empleados que cargaban un quintal de arroz y otro de azúcar, aporte de la familia para la alimentaci­ón de las monjas enclaustra­das. Volvía a su casa con una caja llena de hostias grandes que esperaban un bautizo o un santo para llenarse con espumilla de mora.

Vi hacer hostias con las planchas antiguas en la casa del sacristán de cierta basílica. Eran las hostias para el rito sagrado; los filamentos sobrantes fueron la delicia de los niños curiosos. Todavía oigo el chisporrot­eo de la harina con agua en las planchas apenas humedecida­s con algún aceite. Todo cambió con la tecnología. Vi a las monjas manipular una máquina que producía miles de hostias para los altares de las iglesias de la ciudad. Otro mecanismo elaboraba hostias de mayor tamaño. Quizá estas se enfundaban y sacaban a la venta.

Yo recomiendo fabricar empanadas de hostia. Se necesita una buena cantidad de paciencia y un apego a la golosina que, fuera de los martirios de la política y los políticos, nos ayuda a pasar la vida, honradamen­te y con algún contento.

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