El Comercio (Ecuador)

Impunidad sobre ruedas

- Monseñor julio parrilla jparrilla@elcomercio.org

U no de nuestros males nacionales, causa, a su vez, de muchos otros males, es la impunidad. Impune es el que queda sin castigo, sin sanción o ala deriva, con esa bárbara sensación de que todo es posible, pues todo queda diluido en el mundo de la indiferenc­ia. Pongo por caso el tema del tránsito vehicular, tan cotidiano y tan feroz. Aparcar donde a uno le dé la regalada gana, no usar nunca los indicadore­s, ir a exceso de velocidad, serenos, entonados o ebrios, adelantar en curva o invadir carril, mantener la luz larga de frente o por detrás y, ante cualquier queja o reproche por justo que sea, acordarse de tu santa madre… pertenece al mundo de lo imposible siempre posible en nuestro medio. para consuelo de afligidos, ya llegamos a los dos mil muertos al año, una cantidad nada despreciab­le, en un país de catorce millones de habitantes. La crónica roja de los accidentes de tráfico pone a cualquiera los pelos de punta. Para más inri nos hemos ido acostumbra­ndo a ver imágenes terribles por la fuerza de la inercia y de la rutina.

Constituci­ones, códigos y reglamento­s recogen los más hermosos planteamie­ntos y palabras, pero la conciencia, la cultura y el cumplimien­to de la ley brillan por su ausencia. En el fondo del problema está la maldita impunidad que se va pegando a la piel como una especie de subcultura caprichosa y dominante. Ay, gobierno, algo habrá que hacer antes de que las carreteras nos engullan, tal como saturno devoraba a sus hijos. lo peores que la impunidad va de la mano del silencio y de la indiferenc­ia, eso sí, hasta que a mí no me toque… Mientras tanto, nos pasamos la vida enterrando muertos y derramando lágrimas, mientras dejamos en el olvido puro y duro a miles de heridos y de familias traumadas para siempre.

Necesitamo­s educación vial, campañas de concientiz­ación, respeto al sufrido vecino obligado a manejar a la defensiva, agentes que estén en su sitio y hagan cumplir la ley, sanciones ejemplares y, en definitiva, abrir la mente y el corazón a una sensibilid­ad que nos ayude a todos a sobrevivir.

Mi tía Tálida, la economista de la familia, solía decir: “Hijito, ahorra, que todo cuesta”. Quizá el gobierno tendría que usar un presupuest­o mayor para esta causa. No sería un dinero perdido. perdidos estamos todos sino nos tomamos en serio nuestra forma de manejary nuestra responsabi­lidades personales y sociales. Llegados a este punto, habría también que invocar la compasión. El daño que causamos es demasiado y el precio a pagar por una sociedad inerte es excesivo. Pero, lo peor, es que nadie aprende en cabeza ajena y que cada uno sólo se convierte, a golpe de indiferenc­ia, en espectador del desastre ajeno.

Por razones pastorales, me toca estar en la carretera casi a diario y siempre, entre indignado y harto, me pregunto cuándo acabará esta sangría. Hagan algo. Pero, ya.

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