Sería una ingenuidad...
Me refiero al hecho de pensar que huelgas generales, batallas campales, caceroladas y violencia urbana obedecen a una simple subida de impuestos, gasolinas o metros. Lo que está en cuestión en toda esta América Latina, atravesada de norte a sur por tantas injusticias y desigualdades, por tantos gritos desgarradores y silencios indiferentes, por tantos migrantes a la deriva y señoritos ocupados en sus farras, es este modelo económico perverso que, de la mano del neoliberalismo o del populismo abandona al hombre a su suerte, ubicándolo en las periferias de la historia.
El problema que aflora desde el fondo de la rabia incontenible es la inconformidad de millones de hombres y mujeres cansados, hartos, de ser pobres, de vivir en la esquizofrenia del consumo para ser alguien y de no llegar nunca a fin de mes. Hubo un tiempo en el que soñábamos, en medio de promesas vanas, con una sociedad justa, equitativa y solidaria, capaz de acortar distancias de la desigualdad y de generar oportunidades para todos. Algo que, en nuestra ingenuidad, nos parecía simple y cercano: un mundo de conversos, entusiastas de la justicia social, de la pedagogía liberadora, del cuidado de una casa común amenazada por los entusiastas de la cultura nuclear, un mundo sin corrupción y sin miedo, sin muros y sin fosos, sin telones de acero atravesando Berlín o partiendo en dos el mediterráneo o la frontera de Tijuana.
La gente ha sacado la ira a la calle porque está harta de la pobreza y de la corrupción. En medio de semejante escenario las palabras de los políticos suenan, cada día más, a falsete. Nunca las instituciones, las ideologías y los intereses económicos han estado tan lejos del pueblo, tan ajenos a su sufrimiento. Me lo decía no hace mucho un joven indígena, con la vista perdida en el páramo infinito: “Somos pobres e hijos de pobres; algún día seremos padres de pobres; pero ellos siguen robando y haciéndose ricos… El único lenguaje que entienden es el del miedo”. Mal que nos pese, así piensan muchos de los que piensan y de los que no piensan, de los que se sienten ninguneados por una clase dirigente que hace tiempo que perdió el rumbo.
Chile, Bolivia, Colombia, Ecuador,… y los paraísos endémicos de Cuba, Venezuela, Nicaragua, Haití… reclaman nuestra atención. Para llorar no necesitamos más bombas lacrimógenas; las lágrimas se vierten solas. Necesitamos una economía social y solidaria, justicia ágil y efectiva, barrer a los corruptos, empleo e inversión productiva, educación de calidad, una auténtica reforma agraria, una economía que ponga, de una vez, a la persona en el centro de la vida, de la economía y de la esperanza. Y todo ello con aliño de ética y, si son cristianos, de fe. No la fe de un Dios tapagujeros, sino la de un Dios vivo que te saque de tus casillas y de tus cosillas, del fatal egoísmo que nos esclaviza.