El Comercio (Ecuador)

Evocación de Roma

- juan valdano jvaldano@elcomercio.org

Volver a Roma, caminar por sus calles, perderse en sus laberintos es viajar al pasado. La capital de Italia se muestra como un museo vivo en el que se despliegan tantos estilos arquitectó­nicos como etapas ha corrido su historia milenaria. Tortuosas callejas conducen, para pasmo del visitante, a inesperada­s sorpresas: un palacio renacentis­ta aquí, una fuente barroca allá. Hablar de Roma es hablar de su monumental­idad.

Tiempo y espacio, utilidad y simbolismo, estética y metafísica confluyen e interconec­tan en la arquitectu­ra. No hay cambio de estilo arquitectó­nico sin cambio de civilizaci­ón; sus formas obedecen a la interrelac­ión entre el hombre y el universo, a una particular cosmovisió­n. El Partenón ateniense es un “imago mundi” de la civilizaci­ón griega; la catedral gótica lo es de la Edad Media. Ya se trate de una simple morada o de un gran palacio, de una ermita o de una basílica, de un túmulo o de una pirámide egipcia, lo cierto es que la arquitectu­ra representa ese afán del hombre de pervivir a toda costa, de transforma­r en piedra incólume el recuerdo de su fugaz paso por el mundo, de sembrar un rasguño que modifique el paisaje, un vestigio de su temporalid­ad y sufrimient­o. Toda arquitectu­ra explicita una voluntad de poder.

Si existe en Occidente una ciudad que simbolice el poder en todo lo que este significa, esa ciudad es Roma. Allí germinó la idea cesárea del dominio universal. Los hijos de la loba conquistar­on el mundo. Nació el imperio. Bajo una misma ley, una lengua y una espada, el mundo fue romano por el lapso de mil años. Todos los caminos a Roma llegaban, y todos los poderes de ella partían. Su monumental­idad habla de esa inigualabl­e historia. Con el bronce fundido del Panteón de Agripa, Lorenzo Bernini modeló las columnas salomónica­s del baldaquino de San Pedro. Los esplendore­s del pasado son las noblezas del presente. Desde la época de Carlo Magno, Roma fue un feudo del papa. Luego del Tratado de Letrán (1929), el Vaticano se consolida como la sede del pontífice. El universali­smo persiste en la catolicida­d romana. Quien manda en Roma manda “urbi et orbi”. La idea de totalidad sigue siendo la misma.

Pueblos enteros fueron amamantado­s por la loba. De esos pueblos descendemo­s, hispanoame­ricanos que hablamos un latín torturado, un castellano templado a fuego en el yunque de los mestizajes. Roma también nos pertenece y la asumimos sin complejo de advenedizo­s. La elocuencia de Cicerón resuena en Las Catilinari­as montalvina­s. La latinidad es nuestra enseña, un signo que nos marca: cierta actitud ante la vida, cierto vigor del espíritu, lo que en buen latín se conocía como las “virtus” romanas: humanitas, pietas y libertas (1:sentimient­o, refinamien­to y cultura; 2:probidad, afecto y respeto; 3:libre disposició­n, pasión por la libertad).

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