En los planteles no se olvidan juegos como ensacados, trompo...
HISTORIA La fiesta se instalaba por mandato real. Se celebraba el Carnaval y hasta el nacimiento del hijo del rey. No faltaban las corridas de toros, las mascaradas y el licor.
¿Cómo eran las fiestas en el Quito de antaño?, ¿qué actividades despertaban las mayores algarabías? Las preguntas surgen cuando mañana se celebran los 485 años de su fundación. Antes, a lo largo de estos días, bailes, conciertos y desfiles se replicaban por toda la urbe.
Las respuestas a las dos interrogantes están en crónicas de los extranjeros que, a lo largo de los siglos, pisaron estos lares. Para ellos, la vida festiva era excesiva y nada tuvo que ver con la villa conventual y franciscana que se anidó en el imaginario popular.
Por eso, según Susana Freire, investigadora y conductora del programa radial ‘Quito: Memoria y Leyenda’, hay que echar abajo la frase atribuida a Simón Bolívar: “Quito es un convento, Bogotá una universidad y Caracas un cuartel”.
Se lo debe hacer porque, en lo que atañe a la capital, basta revisar lo que dijeron -a comienzos del siglo XVIII- Jorge Juan y Antonio de Ulloa, dos científicos españoles que fueron parte de la Misión Geodésica: “… es tan común el vivir de la gente de Quito en continuo ‘amancebamiento’…”.
Ellos señalaron que el baile -particularmente el fandangotenía tintes eróticos: “… no parece que son sino invenciones del mismo maligno espíritu; luego que empieza el baile viene el desorden en la bebida del aguardiente y mistelas…”.
Esa danza fue tan popular en Quito que tuvo un valor agregado, menciona Freire. Como tenía un carácter erótico, se ejecutaba solo pasada la medianoche, a ritmo de guitarras y panderetas; y las parejas, en ese afán de coquetear, se quedaban desnudas.
Eso espantó a los visitantes, incluso les sorprendió que aquellos espectáculos se hicieran con la venia del clero. El carácter erótico del fandango llegó a tal extremo, apunta Freire, que el obispo de la Catedral, Juan Nieto Polo del Águila, amenazó con excomulgar a quien insistiese en dar seme
Fieles van por las calles del Centro, en una procesión de Corpus Christi; luego venía la fiesta. jantes espectáculos.
Hace tres años que Paúl Valiente, de la carrera de Turismo Histórico de la Universidad Central (UCE), investiga sobre las fiestas del siglo XIX, y deja sentado que lo más popular eran las corridas de toros y las mascaradas.
Tanto es así que el inglés William Bennet Stevenson, quien llegó a la ciudad en 1808, contó que en la Plaza Grande se armaban tablados y galerías, donde había unas 2 000 personas esperando la fiesta. Luego, todas salían al ruedo con rostros enmascarados.
En esas andanzas estaban involucrados aristócratas, sacerdotes, herreros, sastres y gente del pueblo.
Por eso, el científico Francisco José de Caldas, quien llegó desde Popayán, dijo: “El aire de Quito está viciado. Aquí no se respiran sino placeres. Los escollos de la virtud se multiplican y parece que el templo de Venus se hubiera trasladado de Chipre a esta parte”.
Pero la mayoría de estos relatos, según el cronista de la Ciudad, Patricio Guerra, tiene que ver con las visiones europeístas y norteamericanas, sin entender el contrapeso cultural andino. Por eso, “las fiestas les parecían desordenadas y fuera de las normas de la civilidad”.
Agrega que la connotación festiva fue típica del español, porque para la cultura andina la celebración fue más bien un momento sagrado y esos jolgorios se hacían al inicio o al final de un ciclo agrícola.
En la Colonia, la fiesta generalmente se impuso por mandato real y se hacía a través de cédulas, asevera el Cronista de la Ciudad. Y Valiente añade: “se celebraba por todo”. Había las fiestas tablas: aquellas fechas invariables según al calendario católico, de santos patrones, que se replicaban simultáneamente en México, Buenos Aires y Quito.
A eso se sumaban las celebraciones por la coronación de un presidente de la Real Audiencia o del mismo Rey de España. Y, ¿qué celebraban los indígenas? Freire cuenta que ellos hacían sus propias jornadas. En 1631, los indígenas llegaron a la ciudad con sus trajes originales. En una fiesta que se preciaba no podían faltar las vacas locas y juegos de caña. Entre las fiestas herederas de esos jolgorios -dice Freire- están la de Inocentes y Año Viejo. Los quiteños nuevamente utilizaron la máscara y el traje para burlarse del poder.
Recién en 1941 -cuenta el Cronista de la Ciudad- se llegaron a prohibir ciertas cosas. Por ejemplo, en Chimbacalle se organizó la fiesta obrera y se moralizó ese espectáculo. El control se hizo a través de un inspector, para que al baile no entraran mujeres de ‘dudosa procedencia’, solo aquellas de “limpios antecedentes”.