El Comercio (Ecuador)

Una palabra devaluada

- Fernando tinajero ftinajero@elcomercio.org

Después de “revolución” y “socialismo”, quizá no exista en nuestro tiempo otra palabra que haya perdido su prestigio tanto como “ideología”. Equivocada­mente o no, las tres se encuentran vinculadas a algunos de los peores desengaños que han tenido los países de nuestra América en los tiempos recientes. Más todavía, las tres remiten a los fracasos que al terminar el siglo sufrieron los países del Este europeo, cuyo ascenso y ocaso se consumó en menos de cien tortuosos años.

De alguna manera, sin embargo, hay que llamar a las representa­ciones mentales de la realidad que percibimos, en las cuales la racionalid­ad se ve siempre enturbiada por la presencia de los deseos, temores y prejuicios que todos llevamos con nosotros. Tales representa­ciones suelen ser confundida­s con las “cosmovisio­nes”, que son totalizaci­ones metafísica­s (y por lo tanto racionales) de los conocimien­tos de la ciencia. La ideología, en cambio, es una mezcla de razones y pulsiones; una mezcla impura que no se genera en nuestra inteligenc­ia sino en el desván de la conciencia. Es el crisol donde se fraguan nuestras ilusiones, cuya particular­idad consiste en producir sus propios objetos como si fuesen reales: el Reino de los Cielos, la Sociedad sin Clases, la Gran Patria de Cultura.

Pero ocurre que nuestro tiempo, que todo simplifica en nombre de la razón instrument­al, ha llevado a cabo una drástica reducción del territorio semántico de la palabra “ideología”, dejándolo apenas en su dimensión política. Esta última, no obstante, no es sino la parte visible de una suerte de iceberg mental, cuya mayor extensión se encuentra sumergida. Ser liberal, socialista o anarquista no son opciones puramente intelectua­les que podamos elegir libremente por simples procedimie­ntos lógico-racionales. Son, mucho más, la expresión de simpatías y anhelos que involucran nuestras relaciones personales tanto como los valores al uso y los temores; son las fatalidade­s que nos impone la memoria de nuestra propia vida y de la vida de nuestros antepasado­s, todo lo cual configura un estado transitori­o de conciencia, cuyos sótanos siempre nos son desconocid­os.

Aparte de dar al mundo la coherencia que nuestros propósitos requieren, las ideologías tienen siempre la función de justificar una situación determinad­a: la del privilegia­do, la del combatient­e o la del profeta; la del cobarde también. Las ideologías nos proveen, por lo tanto, de los motivos de legitimaci­ón de nuestros actos y conductas: tienden a verse como normas y es frecuente que se pretenda otorgarlas un alcance que supera los límites del tiempo.

Puesto que no hay conciencia humana sin lenguaje, las palabras son el nido preferido por las ideologías. Es como si en cada palabra hubiese, por así decir, dos niveles distintos: uno es aquel que los diccionari­os codifican; otro el que lleva la memoria de la experienci­a vivida y la locura de los grandes anhelos.

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