Un país que agoniza
Hay un país que agoniza entre la mediocridad, la corrupción y la politiquería; agoniza porque la ley no se cumple, porque las instituciones no funcionan, la constitución es una declaración errática, vacua, disparatada, saturada de declaraciones y conceptos ridículos y de polvorientos dogmas políticos.
Agoniza porque en ese país no hay seguridad, porque prevalece la picardía y la trampa, porque la autoridad es una ficción, porque impera la acción directa, el paro, la imposición, la intolerancia y el saqueo. Ese país no es república, es un artificio.
Ese país se niega a mirarse en el espejo de la verdad, agoniza entre la contaminación ambiental, la anomia de su clase dirigente y la impavidez de todo el mundo. A muchos no les interesa nada distinto que no sea enriquecerse rápido e impunemente. Y a otros, vengarse, verter su odio sobre todo. Agoniza ese país en un desierto de ideas.
Agoniza ese país atrapado entre sus mentiras, enredado en historietas ridículas, empantanado en el cinismo de los que se declaran redentores, de los que ofertan el encuentro de la felicidad a la vuelta de la esquina. Agoniza por la falta de franqueza, porque predomina la mojigatería, el resentimiento y el egoísmo.
Y cada cierto tiempo, renace esa república de papel, se refunda ese país y llega el salvador de turno con el séquito de sus áulicos, desesperados por trepar y hacer dinero, angustiados por ocupar el puesto, pavonearse en los pasillos del poder y reinar sobre la masa de los ilusos. Llega el caudillo con su constitución, sus rábulas y sus obsecuentes servidores, y con él amanece el nuevo día y comienza la historia, otra historia, otro saqueo. Y viene el redentor con sus asesores, ideólogos, ministriles y curiales; llega a imponer la libertad de los esclavos, la dignidad de los siervos y la seguridad de los miedosos. Llega gritando sus discursos. Y las masas, ansiosas de circo, aplauden porque se inauguró el tiempo de la felicidad, del desquite y de la nueva política. Y algunos intelectuales, que se creen dueños de la verdad, aplauden, se acomodan y escriben, hablan y recitan desde las poltronas de la burocracia, desde los púlpitos de las nuevas religiones, atrapados entre el interés y el disparate.
Y mientras el regidor del nuevo tiempo hace de las suyas, somete, grita discursos e inventa los secretos del progreso, la economía y la justicia, ese país de cuento sigue rumbo a un final que no concluye; ese país sigue su destino entre la fanfarria de los triunfadores, el aplauso de los sometidos, la frustración de los perdedores y la angustia de unos pocos que, sin voz y sin norte, callan y miran a otra parte.
¿Concluirá tan larga agonía alguna vez? ¿Habrá una cura distinta de las pociones mágicas y de los venenos progresistas que venden tantos brujos?