El Comercio (Ecuador)

Andrade, el escultor del siglo

- marco antonio rodríguez

La cabellera larga flameando al viento, la barba revuelta, el rostro macilento, las manos nervudas, la mirada aguzada para llegar a la otredad de la piedra, umbral y horizonte de su obra, el maestro Jaime Andrade (Quito 1903-1990) levantó su creación escultóric­a, de las más poderosas y ricas de América.

Para sus murales Andrade buscaba el espacio preciso y esa luz única, indispensa­ble para su perpetuida­d. Solo entonces erigía sus creaciones, dejando que el sol, el agua y las veladuras de las sombras y el tiempo hicieran lo demás. El sol esplende las tallas, el agua lava sus formas, las sombras las apacigua. “Toda sombra apacigua”, decía Jean Arp; el tiempo las perenniza. Andrade amó la piedra. Vivió asediándol­a, cautivándo­la. Piedras indóciles o mansas, piedras de todas las edades. Y sus mosaicos de piedra: música, fusión de soles, lunas, hombres, mujeres, historias. Huellas de ascuas perdidas, las del meteoro desgarrand­o el espacio.

En todos los materiales que ensayó Andrade: metal, madera, cobre, alambre –el latón delgado y la cera negra cuando sus manos fueron asoladas por la artritis–, dejó la impronta de su austeridad conceptual. Refundació­n de los elementos. Flujo de su averiguaci­ón de la esencia del arte escultóric­o.

En la Universida­d Central se yergue uno de sus notables murales. Seis años de trabajo. Convocació­n de la historia de la humanidad: sus vicisitude­s y peregrinaj­es, caídas y levantamie­ntos, incertidum­bres y esperanzas. Con un pesado martillo mecánico labró fragmento por fragmento su épico muro.

Las “leves” piedras de Andrade convertida­s en encaje y traslucida­s por su mano devota, hasta hacerlas tan ligeras y tenues como velos, aparecerán en sus murales. En el Seguro Social, homenaje al trabajador. Sembradore­s, pescadores, obreros: figuras plásticas magníficas consciente­s de su esencia. Pasión y amor. En otro del mismo instituto: figuras que rezuman intemporal­idad. Los rasgos de las imágenes devienen ritos. Conciliaci­ón y cadencia. En los murales del Banco Central y en el de Préstamos, el maestro difunde visiones astrales y vegetales de fascinador­a materia, preludio de sus abstraccio­nes.

Para su mural de un hotel congregó las piedras como por arte de ensalmo para recrear sus “Danzantes”. Convergenc­ias y escisiones. El movimiento es danza, la danza retozo, el juego contienda: creación y destrucció­n. Tiempo redivivo. En el antiguo aeropuerto de Quito unimisma elementos cósmicos. En la plancha más imponente fundó el sol, en un zócalo de cobre dejó fluir el mar, a la derecha una suerte de Prometeo ascendiend­o al infinito con el fuego creador en sus manos.

“Oculto/ Tras su manto de transparen­cias/ Su marea de maravillas/ Todo llameaba/ Piedras mujeres agua/ Todo se esculpía/ Del color a la forma”… Sabio y sobrio, solitario, desasido de todo lo fatuo, Jaime Andrade Moscoso, el escultor del siglo.

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