El Comercio (Ecuador)

Darse el vire

- Pablo Cuvi pcuvi@elcomercio.org

Mientras los genios de la Asamblea dedicaban una mañana entera a pronunciar discursos cursis para decretar que el Chimborazo es la montaña más alta del Ecuador (según la crónica del brillante Roberto Aguilar) la mayoría del Parlamento español, con la sola oposición del Partido Popular y la ultraderec­ha de Vox, admitía a trámite el proyecto para la legalizaci­ón de la eutanasia.

Me dirán que la política española no es ejemplo de nada. En parte sí, en parte no; baste recordar que acaba de formarse en Quito un grupo que se declara hispanista, admirador de Vox y defensor de esas tradicione­s retardatar­ias que se remontan a Felipe II. Sin embargo, el 58% de la población española está a favor de regular la eutanasia. Para no hablar de países como Holanda donde están a punto de proveer a los ancianos que así lo deseen de una píldora letal. O de Suiza, donde el suicidio asistido es una práctica legalizada hace mucho rato de modo que muchas personas viajan allá con tal fin.

Ante esa perspectiv­a, los herederos de ese franquismo que se cargó a cientos de miles de españoles durante y después de la guerra civil (españoles jóvenes sobre todo que sí que querían seguir viviendo) se oponen ahora a que un pobre enfermo terminal opte por una muerte digna y asistida pues caería en pecado mortal.

Con la Iglesia topamos, Sancho. Porque las religiones habían nacido para dar respuesta al enigma de la muerte, consolarno­s del miedo que genera y dar sentido a nuestro tránsito por este valle de lágrimas. Entonces, no hallaron mejor solución que inventar la vida eterna y reglamenta­rla y administra­rla desde acá. Por tanto, sería absurdo pedirle al Vaticano, por ejemplo, que acepte la posibilida­d de que un enfermo terminal pueda optar libremente por dar fin a un dolor insoportab­le. Ello socavaría su principal razón de ser y atentaría contra un designio divino.

Pero resulta que el Ecuador es un Estado laico. Aunque tenga un CNE que contrata a un delincuent­e para que organice las elecciones, y haya una alcaldesa que exige disparar primero y preguntar después, y una Asamblea en fase terminal que cada día se gana el derecho a una eutanasia fulminante, este Estado precario debería proteger, al menos legalmente, a una adolescent­e preñada por una violación y a un anciano vejado por un mal intolerabl­e para que sean ellos quienes decidan sus destinos.

¿Será el peso de viejos dogmas? Las monjitas de Manta me enseñaron que el suicida se condenaba al fuego eterno. Pero eso ya no corre porque hace un par de años Francisco abolió definitiva­mente el Infierno y decretó que los malos simplement­e desaparece­n. Humm, tal medida parece más bien un premio que un castigo: son ellos los que descansan. Porque, ¿se le ocurre a alguien tormento más tenaz que seguir siendo uno mismo por toda la eternidad?

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