La inteligencia fracasada
Nos hemos permitido tomar para el título de la columna el de una obra de J. A. Marina (Anagrama, 2004), cuya lectura la encontramos aleccionadora. Desarrollaremos este artículo a través de algunas nociones que ella nos aporta, en un esfuerzo por transmitir aquello que constituye una teoría y práctica de la estupidez (subtítulo de la obra en cita).
La inteligencia fracasa, dice Marina, cuando es incapaz de ajustarse a la realidad, de comprender lo que nos pasa, de equivocarnos sistemáticamente. Asimismo, cuando nos empeñamos en usar métodos ineficaces para enfrentar las adversidades, desaprovechamos las ocasiones o nos “despeñamos” por la crueldad o la violencia. Jean Paul Sartre en su obra El Idiota de la Familia, afirma que la tontería es la idea convertida en materia inerte… el pensamiento convertido en mecanismo.
En el propósito de “triunfar” en la vida, y no nos referimos a conquistas materiales – que son efímeras – y por ende insustanciales, los seres humanos estamos obligados a que nuestro quehacer intelectual desemboque en acciones fructíferas, acordes al contexto en que operarán. La inutilidad comprobada, al margen de la genialidad en la conceptuación de la acción, es manifiestamente mentecata. Se da cuando proponemos soluciones que dejan de lado el tornar pragmático el esfuerzo pensador.
Entre los fracasos cognitivos, Marina se refiere a uno de singular relevancia: el “dogmatismo”, que lo cataloga como cercano al prejuicio y a la superstición.
Éste brota, según el autor, si “una previsión queda invalidada por la realidad, a pesar de lo cual no se reconoce el error sino que se introducen las variaciones adecuadas para poder mantener las creencias previas”.
Refirámonos a un caso de actualidad. Tanto los gremios empresariales nacionales como los de trabajadores, a pesar de las evidencias en contrario, mantienen discursos teóricos que se “inmunizan” unos con otros, pues son incapaces de conciliar intereses no propiamente antagónicos, sino más bien producto de obsesiones.
Es penoso constatar que los gremios en cuestión – por igual – limitan sus peroratas en torno a la estabilidad de puestos de trabajo.
Los unos y otros manifiestan, así, su incapacidad de comprender que el problema no está solo en flexibilizar la terminación de contratos laborales o limitar la misma. Pensar que las contradicciones labores se resolverán permitiendo despidos sin causa o bajo argumentos artificiosos de fuerza mayor, o exigiendo estabilidad a ultranza, es equivocado e inútil.
Ecuador requiere de una actualización completa de su legislación del trabajo, que al tiempo de brindar al empresariado el marco adecuado para su importante contribución al país, garantice los derechos de la fuerza laboral, sin la cual el primero tampoco puede existir. Nos extraña que esto sea tan difícil de comprender.