El Comercio (Ecuador)

La calle 14

- Marco antonio rodríguez Columnista invitado

El número 14 se repite en una serie de columnas que pueden ser del metro neoyorquin­o de los cuarenta del siglo XX o de cualquier otra ciudad y tiempo. En primer plano un hombre se guarece del viento, pero más de él mismo, junto a un tacho de basura metálico. Pequeño y astroso, muestra su cabeza rasurada y un pedazo de su mano derecha que no alcanzó a guardar entre los brazos estremecid­os.

Ocres y negros pugnan en “La Calle 14”, obra icónica de Camilo Egas (Quito, 1889 - Nueva York,1962), uno de los grandes artistas pintores latinoamer­icanos. En la tercera pilastra, de espaldas, un burócrata, sombrero y abrigo, ojea un periódico a la evasiva luz del metro. El hombre de la calle 14 puede ser todos los hombres, porque lo que llamamos identidad, hogar sólido, fortaleza de seres humanos y pueblos, a lo mejor, dice Lévinas, solo sea un artificio.

Allí está el hombre de la calle 14, inerme, despoblado, solo. Aunque la soledad es adictiva, de tanto estar solo, el ser humano se acostumbra a ella y repele compañías; pero este hombre rezumadesa­mparo, ruina, olvido. Locierto es que ese hombre pintado por Egas, bajo lluvias o soles, camina sin rumbo por ese laberinto de cualquier ciudad y siempre guarda la sensación de estar perdido. Por “La Calle 14” corre un frío obstinado y maligno, pero más hiere el olor a roña. Allí pernoctan los “habitantes de calle”, que es como se nombró en pleno fervor de la pandemia a los millares de seres que duermen entre cartones, hilachas de mantas o plásticos, en parques, puentes, avenidas. Fueron recogidos, es verdad, y depositado­s en algún espacio, pero apenas pasó la primera furia de la peste, los devolviero­n a su respectiva calle 14.

Mito y leyenda envuelven la vida de Egas. Sus series finales fueron espejo de sus desgarradu­ras: frustració­n, exilio, rastreo desaforado del amor, persecució­n de los arcanos del arte, certeza de que lo efímero no es condición del tiempo, sino del ser humano, que la vida inventa la muerte y que nunca sabremos quién inventó el tiempo. En este período pinta figuras convulsas: autorretra­tos, maniquís, esperpento­s. Perturbado­r sondeo en el silencio. Fondos ocres en los que balbucean ecos del mundo real, rasguños de víctimas al borde de la asfixia, remembranz­as de un ser que fue, danzando al ritmo del silencio. Vehemencia y angustia, canto funéreo, lívido, de asentimien­to ante el morir. A un hombre desnucado, pendiendo de una percha velada, desvanecid­o por colores exangües, lo llamó “Reflejos 2” y “Figura envuelta”, a un amasijo de materia expuesto en blancos, grises y rojos, simulando un ser en su último trance o una mortaja acechando a su ocupante.

“Y si el tiempo impetuoso conmueve demasiado violentame­nte mi cabeza/ y la miseria y el desvarío de los hombres estremecen mi alma mortal,/ déjame recordar el silencio en tus profundida­des”.

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