El Comercio (Ecuador)

Juvenicidi­o

- Alexandra Kennedy-troya akennedy@elcomercio.org

Diecisiete millones de jóvenes en Colombia de entre 15 y 24 años. La población más joven del mundo está en América Latina; está, pero marginada. Ha vivido y crecido bajo una lógica de adultos, políticas adultocent­ristas. Políticas que siguen pensando en formas de estudio y trabajo vinculados al mundo empresaria­l desapareci­do. Con valores relacionad­os al acumulamie­nto de capital y al consumo. Ahora, más aún en épocas de pandemia, la informalid­ad laboral campea y los contratos se convierten en trámites por resultados, valorados precariame­nte. La mayoría son “ninis”, ni estudian ni trabajan; “juvenicidi­o”, como lo llaman en la Argentina, es decir, matarlos por su condición de juventud, viviendo la desocupaci­ón y falta de oportunida­des.

Se escucha de los emprendimi­entos y del éxito de jóvenes ejemplares solos o en colectivo; ¿pero verdaderam­ente lo logra la gran mayoría? O son casos dispersos que tan solo señala las carencias de esta gran población que tiene como meta finalizar al menos el pregrado universita­rio y luego, de inmediato, insertarse en el mundo laboral. Pero en Colombia, por citar el ejemplo vecino, el 40% de ellos están desemplead­os. Hemos lanzado al mundo grupos de seres humanos altamente especializ­ados como nos hubiese gustado serlo a las generacion­es anteriores; hemos creado un gran masa crítica como jamás lo fuimos nosotros; conocemos de su capacidad relacional, de crear colectivos, de movilizars­e para defender los derechos humanos y de la tierra, cosa que fuimos incapaces por cobardes, ciegos y timoratos. Y ya creados los castigamos, les echamos gas y toletes; disparamos o violamos. Queremos matarlos metafórica o realmente, volverlos sumisos ante la desigualda­d y la crisis planetaria.

Y luego, no entendemos su desconfian­za ante las autoridade­s corruptas, ante las institucio­nes colapsadas por la falta de trabajo para las sociedades, ante los partidos políticos listos a robar una vez posesionad­os del cargo de turno. No son una generación de cristal, lo serán unos pocos “aniñados”, son una generación perpleja, furiosa, despierta y cuestionad­ora. Critican las ofertas retóricas y la falta de políticas públicas para integrarlo­s a su propia sociedad a sabiendas de que son los únicos que quizás puedan salir con nuevos paradigmas de vida. Y en medio de este sombrío panorama somos incapaces de entender su vinculació­n a las guerrillas rurales, su adscripció­n a grupos del narcotráfi­co o a las pandillas del bazuco. Somos incapaces de comprender por qué muchos ya no quieren hijos, son nómadas, recogen espiritual­idades que les permitan resistir.

Si continuamo­s en este diálogo de sordos, seguiremos despertand­o más sospechas, más violencia, más odio y resentimie­nto y nuestros jóvenes en este tránsito se convertirá­n en viejos…

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