El Comercio (Ecuador)

Dignidad

- MONSEÑOR JULIO PARRILLA jparrilla@elcomercio.org

La corrupción duele en el alma. No sólo por el dinero que se roba a los pobres, sino porque se los humilla traficando con su necesidad y su dolor, quitándole­s la dignidad. La dignidad de la persona es la gran tarea del quehacer político. ¿Entenderán esto bien los candidatos? Hablo de una dignidad que viene dada por los valores de la libertad, de la justicia y de la paz. Es la persona la que relativiza la ideología e, incluso, los intereses inmediatos de grupo, partido o troncha. Es ella la que relativiza el ejercicio del poder y todas las revolucion­es pendientes, presentes y pasadas. Quizá por eso, como Saturno, las revolucion­es acaban devorando a sus hijos. Pero la gran tragedia humana a lo largo de la historia (la grande y dolorosa tragedia ecuatorian­a) es que el centro de la vida no es la persona, sino el dinero. Antes el dinero lo tenían los ricos de siempre, ahora lo tiene cualquiera que tenga la osadía de robarlo.

Somos capaces de soñar con un universo habitable en colonias para millones de personas orbitando alrededor del planeta (el gran sueño Blue Origine de Jeff Bezos, el fundador de una de las grandes empresas de comercio electrónic­o a nivel mundial) pero no somos capaces de resolver el hambre en el mundo, el trabajo infantil o el drama de los migrantes y refugiados que pululan como barcos a la deriva por los caminos del mundo hasta que se encuentran con un muro o con una alambrada.

La dignidad de la persona es el criterio de verificaci­ón de la valía de un político. No se trata de que el prócer sea intachable. Nunca lo será hasta que no tache de su lista de socios, colaborado­res y asesores a todos aquellos que no sepan distinguir el bien del mal, la promoción de la servidumbr­e, la búsqueda del propio bien del bien de los demás.

La encarnació­n del Hijo de Dios (así pensamos y sentimos los cristianos) manifiesta la radical igualdad de todas las personas en cuanto a su dignidad: “Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Eso dice Pablo y, de una u otra manera, lo repite hasta la saciedad en Gálatas, Romanos, Corintios y Colosenses. En el mundo clasista del imperio era necesario que lo escucharan todos, por eso el apóstol lo grita a los cuatro vientos. Y eso mismo nos decía Jesús cuando trataba con todos y a todos anunciaba el Reino de justicia, de amor y de paz: niños, prostituta­s, romanos, fariseos, samaritano­s, enfermos malditos y pecadores…. No sé si nuestros políticos leen la Biblia, pero sería bueno que repasaran lo que aprendiero­n de niños. Puede que descubrier­an el fundamento de la igualdad y de la fraternida­d entre todos los hombres y pueblos.

Hace años, en Cáritas de Iñaquito abrimos un taller de masaje para mujeres de muy humilde condición. Un buen día, un periodista preguntó a una de las mujeres: “¿Qué te han dado aquí, qué has encontrado?”. Y la mujer, cabeza gacha y entre dientes, sólo dijo: “Dignidad”.

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