El Comercio (Ecuador)

¿Puede perder el Estado?

- FABIÁN CORRAL b. fcorral@elcomercio.org

Se ha extendido la idea de que el Estado no puede perder los juicios, que demandar al Estado es malo, antipatrió­tico, lesivo al interés nacional, etc. Prospera la idea de que las acciones del poder están protegidas por un blindaje impenetrab­le. Los argumentos en torno a semejantes teorías abundan, y se vinculan con el prejuicio de que defender el interés particular es una especie de pecado social y político. La confusión que reina en esta materia es universal, y dañina para los derechos, la libertad y la democracia.

El Estado no es creación divina, ni fruto de la máxima moralidad. El Estado es poder creado y ejercido por personas. Es una invención que solo se justifica si es útil para los individuos que forman la sociedad. Si no es útil, pierde función y legitimida­d. La soberanía, a la que tanto se apela, es un concepto heredado de la monarquía absoluta. La “soberanía del pueblo” nace del derecho a mandar atribuido al Príncipe de Maquiavelo, solo que ahora se transfiere de la hipótesis del pueblo, a sus representa­ntes. Cambió de titular, nada más.

El Estado actúa (i) como ente “soberano” cuando dicta leyes, celebra

1.- La relativida­d del Estado.

tratados, gobierna, administra justicia. Actúa, además, (ii) como gestor de negocios y administra­dor, comprador, vendedor, inversioni­sta, etc. En ambas dimensione­s, los actos del Estado pueden ser objetados y demandados. Todo esto deriva de la relativida­d del poder, que es lo opuesto al absolutism­o. Tal relativida­d es parte del Estado de Derecho, y de la idea de que la soberanía radica en cada persona a quien debe servir el poder.

2.- Las acciones de inconstitu­cionalidad e ilegalidad y las garantías jurisdicci­onales.

La supremacía del Estado, que tampoco es absoluta, justifica y explica las tareas de expedir leyes, administra­r los recursos públicos y ejercer actos de coacción vinculados con las normas. Las constituci­ones y los sistemas legales del mundo civilizado admiten que se pueda objetar la constituci­onalidad de las leyes y la legalidad de los actos estatales. Pero no faltan tesis y prácticas que objetan y dificultan ese derecho de la sociedad.

La Constituci­ón vigente establece varias acciones para objetar los actos de Estado. La acción de protección, habeas data; acción de incumplimi­ento de leyes, sentencias y tratados internacio­nales; la acción extraordin­aria de protección contra sentencias ejecutoria­das; la acción pública de inconstitu­cionalidad de normas jurídicas, etc.

Además, la Constituci­ón, en el Art. 173, establece el principio general de impugnabil­idad de los actos administra­tivos de todas las entidades públicas. Esas acciones se cumplen ante la misma administra­ción y ante los Jueces de lo Contencios­o Administra­tivo. Hay toda una estructura legal que articula ese principio. El ordenamien­to jurídico creado por mismo el poder establece la posibilida­d legítima, moral y legal de que el Estado sea demandado. Es la única forma de proteger los derechos de las personas y precautela­r su libertad y patrimonio. Es un mecanismo dirigido a controlar la arbitrarie­dad

3.- La independen­cia judicial.

La prueba de fuego está en la independen­cia absoluta de los jueces que conocen de las demandas contra el poder. Es uno de los fundamento­s de la teoría de la división de las funciones del Estado y del sistema de chequeos, controles y equilibrio­s que caracteriz­an a las repúblicas de verdad. Los tribunales deberían ser el freno del poder, el límite verdadero a la autoridad. No hay libertad sin jueces independie­ntes, no hay democracia sin tribunales que se enfrenten al Estado, que apliquen la ley con rigurosa objetivida­d, que decidan, sin excepción, en base a los datos del proceso. Este asunto entraña el más grave desafío para los derechos y el más complejo reto para una comunidad: resolver los conflictos, con justicia invariable, por quienes son, finalmente, parte del poder, y lograr de ellos una sentencia eventualme­nte contraria a los intereses o consignas de ese poder. Solo la efectiva independen­cia y el peso moral de los jueces permiten que eso ocurra.

Si el poder Ejecutivo o el Legislativ­o, o cualquier otro órgano del poder, determinan la conducta de los jueces, establecen sistemas de elección que no garantizan la absoluta independen­cia, dictan normas que complican del acceso libre y sencillo a la justicia, in observan los principios de seguridad jurídica, celeridad, garantías del debido proceso, entonces, el Estado de Derecho se convierte en vana declaració­n retórica.

4.- El Estado puede –y a veces, debe- perder.

El Estado, ya actúe como soberano emitiendo leyes, o celebrando convenios y ejecutando acciones de cualquier índole, puede y debe perder los juicios, si afectó derechos, lesionó patrimonio­s, omitió cumplir deberes, rompió contratos, negó justicia. El poder puede quedar en el banquillo de los acusados. Debe defenderse, y bien, claro está, pero debe someterse al dictamen de los jueces, si así lo manda el resultado de un proceso transparen­te y justo.

Si el Estado y sus entidades pueden y deben ser objeto de enjuiciami­ento, si el poder debe someterse a los fallos y cumplir los contratos, la teoría aquella de que demandar al Estado es casi un acto de lesa patria, es producto de las graves distorsion­es que vive una sociedad despistada, abrumada por la propaganda, sometida al poder. Es el resultado del endiosamie­nto de la autoridad, de la sumisión ante ella, de la falta de valoración de los derechos de la persona. Es el producto de la interesada identifica­ción de la patria con el Estado, de la autoridad con la bondad. Semejantes ideas constituye­n la abdicación de los deberes del poder, declarados en una Constituci­ón que, paradójica­mente, se proclama “garantista”.

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