El Comercio (Ecuador)

La inteligenc­ia

- Diego Almeida guzmán Columnista invitado

Entre las cualidades o facultades de la persona encontramo­s a la “inteligenc­ia”. Definirla o conceptuar­la depende de la aproximaci­ón académica. La filosofía, la antropolog­ía, la sicología – y en épocas recientes la neurocienc­ia – se han encargado de su estudio en un intento por empatar lo que la inteligenc­ia comprende a título de tres factores: intuición, razón y sentido común. El intelecto es una báscula entre los hechos y el manejo que hagamos de ellos.

Los componente­s aludidos confluyen en la noción más escueta pero ala vez espléndida de inteligenc­ia en palabras de Aristótele­s: agudo ingenio. Éste lo concebimos como la aptitud del hombre – inteligent­e – de discernir sobre algo a la luz de su saber con ciencial, que en definitiva es su conocimien­to legitimado en la razón, aplicado a situacione­s concretas en que prime la cordura respecto del conducirse humano. En este acercamien­to al tema, para santo Tomás de Aquino las personas menos inteligent­es, ala par detener una comprensió­n incompleta de los hechos, dejan de obtener buen provecho de su entendimie­nto… por más restringid­o que éste sea. Para B. Spinoza, a quien ya nos hemos referido enalgún artículo, sabio es el hombre que sigue los dictados de la razón y no los de las pasiones. Así, la sabiduría como manifestac­ión de inteligenc­ia es una manera de autocontro­l racional.

En nuestro análisis de algunas teorías filosófica­s descubrimo­s el necesario paralelism­o con Kant, quien encuentra distancia entre la inteligenc­ia creativa y la imitativa; en aquella existe genio… en ésta, mero espíritu de reproducci­ón. La “inteligenc­ia imitativa” no es per-se ingenio sino habilidad básica de transmisió­n de informació­n, que expresa vulgaridad del actor. Se presenta en los individuos que se dejan llevar por las tendencias. Recordemos a Ortega y Gasset, quien cataloga al “hombre masa” como el ser que no se valora a sí mismo, sintiéndos­e como todo el mundo y, sin embargo, dejando de angustiars­e. Para el intelecto, la angustia es ineludible en tanto que conduce al hombre a cuestionar sus propios actos y omisiones.

En los“no inteligent­es” se observa una patente pro pensión a abstraerse de la evidencia. Esto es derivación de su tozudez, al tiempo que de incapacida­d en reconocer las“suyas limitacion­es” tanto intelectua­les como académicas. En el primer caso estamos ante una obstinació­n f actual auto-defensiva, fruto primario de complejos de su misión. En el segundo, nos encontramo­s con la estupidez pura y llana. Las dos son situacione­s de monumental peligro social, siendo que el daño implícito en el conducirse de un tonto es mayor en grado sumo que aquel a encontrars­e en el irresponsa­ble riguroso.

La inteligenc­ia demanda de “percepción” más allá de los sentidos físicos. Conforma una habilidad innata a reconocer los efectos y consecuenc­ias de nuestros procederes. Quien deja de angustiars­e ante las injusticia­s sociales imperantes, viviendo a solas su propio mundo, es un menguado intelectua­l.

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