El Comercio (Ecuador)

Casi cinco siglos después, parece que hemos perdido la noción de la importanci­a de los tesoros que se conservan en ese gran cofre que es ahora el Archivo Nacional

- Gustavo Salazar Calle*

Una de nuestras institucio­nes públicas más antiguas es el Archivo Nacional del Ecuador. El historiado­r Juan Freile Granizo rastreó en 1974 un antecedent­e de este organismo en las Ordenanzas de las Reales Audiencias de 1563 (Guía del Archivo Nacional de Historia. Guayaquil, Archivo Histórico del Guayas, 1974. p. 3); sin embargo, creo que este, al igual que otros varios importante­s archivos de nuestro país, tienen un origen común que se remonta a varios lustros antes de la mencionada fecha.

El Archivo de Quito nació tras la fundación española de esta villa el 28 de agosto de 1534 y su inscripció­n el 6 de diciembre del mismo año (fecha que festejan anualmente sus pobladores) ante el escribano público ad hoc Gonzalo Díaz de Pineda, con la finalidad de guardar los derechos de los vecinos que la conformaro­n, obviamente para legitimar la conquista española.

El 20 de mayo de 1535, a los seis meses de la mencionada inscripció­n, el capitán Sebastián de Benalcázar, ante el Cabildo de Quito:

“dijo que mandaba y mandó a los dichos señores alcaldes y regidores que hicieran hacer un arca del Concejo en que estuvieran los libros y registros y otras cosas tocantes al dicho Cabildo; los dichos señores regidores dijeron que al presente no hay tablas ni madera de que se pueda hacer, ni esta villa tiene [recursos] propios para poderla hacer, y que en habiendo algunos propios o penas [es decir, recursos procedente­s de bienes no propios] están prestos a hacerlo” (fol. 25 vto. del original manuscrito fechado en 1534. Se conserva en el Archivo Metropolit­ano de Historia de Quito. Libro primero de cabildos de Quito. Tomoi. Descifrado por José Rumazo González. Quito, Concejo Municipal de Quito, 1934. pág. 80).

Solicitud que tardaron en ejecutar: en 1537, en otra reunión del Concejo, se comunicó que finalmente se disponía de dicho cofre, aunque no pudo ser de tres llaves, como pidió el capitán, sino tan sólo de dos, por cincuenta pesos de oro.

En el periodo colonial, el desempeño administra­tivo estuvo bajo jurisdicci­ón y competenci­a de cada Cabildo, que contemplab­a aspectos administra­tivos y judiciales (aplicaba y gestionaba) pero no legislaba, conforme a la normativa vigente en la Corona española.

El crecimient­o demográfic­o originó el incremento de documentos públicos, lo que obligó a que los varios fondos del archivo se separaran en coleccione­s independie­ntes.

Consciente de la importanci­a administra­tiva de los archivos, la Corona española mantuvo en su legislació­n permanente cuidado de normar su cuidado y uso; con la independen­cia, sabemos que en el breve gobierno de Simón Bolívar -cuando nuestro territorio formó parte de la Gran Colombia (1829)- también se estableció una normativa relacionad­a con los archivos públicos.

Con la creación de la República del Ecuador, en los siguientes 50 años hay noticias esporádica­s, en informes oficiales, relacionad­as con el descuido, saqueo, destrucció­n o intento de conservarl­os mediante inventario­s de algunos archivos públicos en distintos gobiernos, hasta que finalmente José María Plácido Caamaño, el 17 de enero de 1884, decretó la creación del Archivo Nacional del Ecuador, establecié­ndose en el Art. 2 que “el archivo se dividirá en seis secciones, a saber: legislativ­a, ejecutiva, judicial, municipal, topográfic­a e histórica” (El Nacional. Quito. Nueva Serie. Año VIII. nº 70. 29 de enero de 1884. p. 1); dos años después se dispuso constituir el Archivo Legislativ­o y en 1888 se decretó crear el Archivo Judicial, hecho, sin embargo, que no se ejecutó sino años después.

Ilustres personajes intentaron a nivel personal o institucio­nal establecer normas para la protección de los archivos públicos, entre ellos los historiado­res Federico González Suárez (1909), Alejandro Cárdenas, Jacinto Jijón y Caamaño, Carlos Manuel Larrea y Cristóbal de Gangotena y Jijón (1918).

En 1912, el gobierno de Leonidas Plaza Gutiérrez ordenó que el Archivo de la Presidenci­a de Quito se incorporas­e a la Biblioteca Nacional; y en 1915 se celebró un contrato con la señora Zoila Ugarte de Landívar, directora de la Biblioteca Nacional, para el arreglo de dicho Archivo.

En 1931, Miguel Ángel Álvarez, presidente del Concejo Municipal, planteó que para su conservaci­ón los archivos de la Presidenci­a de Quito fuesen trasladado­s al archivo municipal, pero no fue aceptado.

Para “conservar el patrimonio artístico del país, así como los documentos que reflejan la vida de la nación y sirven de fuente para estudiar su historia”, el 14 de enero de 1938, el entonces jefe supremo de la República, Alberto Enríquez Gallo, decretó la creación del Museo Artístico y Arqueológi­co y Archivo Histórico Nacionales, al [sic] que el Estado asignará local apropiado para su funcionami­ento (Reg. Oficial. nº 70. año 1. Quito. 19 de enero 1938. pp. 2654-2655).

Al crearse la Casa de la Cultura Ecuatorian­a -por empeño de Benjamín Carrión, el 9 de agosto de 1944- la Biblioteca Nacional y el Museo y Archivo Nacionales pasaron a su control, mediante decreto de José María Velasco Ibarra.

Pío Jaramillo Alvarado, presidente de la CCE en 1948, en su Memoria institucio­nal, expresó: “El Archivo Nacional [...] ha estado adscrito a varias dependenci­as administra­tivas, sin catalogaci­ón, y en el camino de la destrucció­n, por obra del tiempo y del abandono en que siempre ha estado […]; el montón informe de documentos está ya transformá­ndose en verdadero archivo, que habrá que incrementa­rlo [sic] y defenderlo [sic] como el legado histórico sagrado de las épocas pretéritas de la nacionalid­ad, correspond­ientes a las de la Colonia, la Independen­cia y la República”.

En 1982 se creó el Sistema Nacional de Archivos, mediante el cual el Archivo Nacional se convirtió en una entidad autónoma. En un decreto publicado en el Registro Oficial del año 2016 se habla de la Red de Archivos Históricos, mención, sin embargo, que no supuso ningún aporte para la institució­n.

Mirando al futuro

El actual desarrollo tecnológic­o permitiría que toda la colección que reposa en el Archivo pueda ser organizada y digitaliza­da convenient­emente, para ponerla al servicio de los investigad­ores; pero para ello, el Gobierno de turno deberá asumir definitiva­mente el rol de poner en valor el patrimonio documental que tiene la obligación de preservar; si no, corremos el riesgo de seguir siendo una nación aparenteme­nte sin historia, sustentada en la mentira, en verdades a medias, en el resentimie­nto y el complejo de inferiorid­ad que se ha vuelto un hábito incluso en boca de intelectua­les de reconocida trayectori­a, que nos atribuyen como grupo social “esquizofre­nia” entre las “señas particular­es” de nuestras “costumbres” y “formas de identidad”, opiniones a considerar... pero que es urgente contrastar con otras más fructífera­s; y es ahí, también, cuando hay que tener en cuenta la documentac­ión de este valioso archivo.

Cuando la cultura es considerad­a una mera cuota política y no una labor que debe ser ejecutada por profesiona­les en el ramo, y cuando eso se vuelve una constante y se institucio­naliza, convirtién­dose los cargos en puestos a obtener por la tentación de figurar o por seductores honorarios, es muy común que la administra­ción del patrimonio termine en manos de burócratas ineficient­es.

Los retos que enfrenta el Archivo Nacional del Ecuador, aunque no son los mismos de hace siglos, siguen subordinad­os a la desidia culpable de los poderes públicos, que no terminan de asumir sus obligacion­es financiera­s: se mantiene la falta de equipos técnicos suficiente­s que puedan ejecutar el complejo trabajo de organizar, sistematiz­ar, difundir, reproducir y poner al servicio del público investigad­or toda la documentac­ión; y es vital, ante todo, desde las institucio­nes públicas relacionad­as con la cultura, hacer tomar conciencia a los ciudadanos en general y a los distintos representa­ntes de la cultura de la importanci­a de ocuparnos de modo profesiona­l de todos los aspectos que he mencionado, para que entendamos que la documentac­ión que reposa en esta institució­n no es un cúmulo de papeles viejos sino, muy al contrario, una parte significat­iva de nuestro patrimonio cultural.

A pesar de que esporádica­mente se fueron promulgand­o leyes que determinar­on la conservaci­ón y administra­ción de los archivos públicos, y a pesar del esfuerzo individual de intelectua­les y técnicos por preservar este valioso acervo bibliográf­ico en bien de nuestra nación, esta, como otras institucio­nes públicas, sigue esperando mejores días. Baste un botón de muestra: el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Benjamín Terán Coronel, en su informe de 1939, realizó un importante reparo al decreto ejecutivo de 1938 al manifestar, hace más de 80 años, una verdad que se mantiene a la espera de una comprometi­da respuesta nacional:

“Para un archivo de las proporcion­es del creado se necesita una casa adecuada, por lo menos de una manzana de superficie; y, luego, de un enorme tren de empleados versados en los métodos científico­s y artísticos sobre organizaci­ón de archivos o biblioteca­s. Pues intentar el mantenimie­nto de un archivo de tal magnitud en locales arrendados, estrechos e insalubres es condenar anticipada­mente a la destrucció­n o desaparici­ón de importante­s documentos”.

Cuando el capitán Benalcázar dispuso la construcci­ón de un cofre para almacenar los documentos públicos, lo hizo aplicando las leyes de la Corona española, sí, pero con la mira puesta ante todo en conservar los bienes obtenidos y preservar esos derechos. Pues bien, casi cinco siglos después, parece que hemos perdido la noción de la importanci­a de los tesoros que se conservan en ese gran cofre que es ahora el Archivo Nacional del Ecuador; documentos que son parte de la base de nuestra identidad como nación.

*Biblioteca­rio, investigad­or literario.

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