El Comercio (Ecuador)

La palabra

- Diego Almeida Guzmán

Caracterís­tica esencial de la naturaleza humana es la capacidad del hombre para darse a entender a través de la “palabra”. De hecho, somos los únicos animales que transmitim­os nuestros pensamient­os en forma de dicción. Esto lleva a adentrarno­s en lo que envuelve la palabra como exterioriz­ación tanto de la “idea” como del propósito en expresarla. Se afirma que el lenguaje es el espacio en que se mueve la vida mental de la persona.

La palabra es una imagen auditiva compuesta de dos circunstan­cias descriptiv­as: para quien la expresa, y hacia quien la recoge. En cuanto al expositor, es la formalizac­ión de su intento de llegar al oyente con un mensaje. Respecto del escucha, está dada por la efectivida­d de la locución, so pena de ser inútil. G. Frege, alemán padre de la filosofía analítica, alega que lo importante son los pensamient­os que expresamos en las frases, no las palabras mediante las que los formulamos. Para el “saber”, el verdadero valor de una oración no es lo semántico – en términos gramatical­es – pero el argumento que la oración entraña; es decir, lo “a buscar” no es necesariam­ente la teoría del significad­o sino la hipótesis del contenido.

En consecuenc­ia, analizarla es un penetrar en lo íntimo del individuo. Martin Heidegger, filósofo alemán contemporá­neo (1889-1976) se refiere a la palabra como una reflexión que exige adentrarse para establecer la morada del hombre en el lenguaje, es decir profundiza­r en el “hablar del lenguaje”, mas no en el nuestro, siendo que solo así estamos en capacidad de confiar en la esencia de la palabra. El momento que enfrentamo­s tal reto podremos comprobar la solvencia intelectua­l y académica del disertante, pero más importante que ello, su dignidad ética.

Centrémono­s en el expositor. El ser humano, en general, es proclive a “hablar más de la cuenta”, y a parlotear sin sentido. Tal debilidad es ostentació­n de vanidad y/o ánimo de publicar sapiencia inexistent­e, que lo lleva a no limitar su palabra – inteligent­emente – a la “ciencia” de su conocimien­to… a extenderla hacia aquello que estima calza en su saber, sin percatarse de sus propias limitacion­es. Al hacerlo, habla de lo que domina, y lo que está fuera de su erudición lo inventa.

En el escuchar pueden darse dos reacciones. El iletrado asumirá como válida la palabra del charlatán, con lo cual la tosquedad se expande en perjuicio de la sociedad. El daño es grande siendo que la tontería del palabrero puede convertirs­e en mal social.

El perceptor docto rechaza la verborrea, sea desnudando airadament­e la estupidez, o descubrién­dola de manera elegante; en ambos casos el gárrulo queda por ridículo, para bien social.

Cerremos el paso a los lenguarace­s. Por igual a aquellos que hablan en demasía de lo que no conocen, y a quienes conociendo “algo” se nos quieren presentar como eruditos.

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