‘El tirano tiembla cuando la gente ejerce su derecho’.
Desde que el poder es poder y desde que el estado es estado, desde que hay doctrinas y dogmas, pensar es un vicio peligroso, porque frente a ese “vicio” de los hombres libres, la eterna tentación de todos los jefes y de los innumerables pontífices que gobiernan el mundo, ha sido reprimir, imponer silencio y apostar a la paz del cementerio.
Es tan peligroso el vicio de pensar que algunos intelectuales han optado por la renuncia y el acomodo. Es tan peligroso, que la cultura se ha convertido en apetitosa presa del poder, y la disidencia en signo de subversión. Y es muy peligroso, porque apostar al racionalismo nos hace libres, y permite a las personas obrar según sus convicciones, incluso según sus perjuicios o sus errores. Sí, incluso según sus errores, porque uno de los derechos que no se ha reivindicado es el derecho a equivocarse, y aquello de que la equivocación no justifica la represión ni la condena.
Uno de los temas que caracterizan al liberalismo es la tolerancia. Y uno de los defectos insuperables de los totalitarismos -y de los socialismos- es la intransigencia, el dogmatismo, el afán de imponer unanimidades, es decir, la pretensión de suprimir esa virtud humana asociada a la dignidad, que es la libertad de conciencia.
Opinar es el fruto del vicio de pensar. Escribir lo es, como lo es enseñar, discrepar, construir doctrinas, rebatir consignas, proponer tesis y criticarlas.
El vicio de pensar está en el núcleo de la cultura y en la esencia de sociedades. Tiene que ver con la memoria y con la ruptura, y explica las innumerables prohibiciones en que se sustenta la obediencia.
Ese vicio es el adversario más importante de los dogmas políticos y religiosos. Es lo opuesto a las “últimas palabras” y a las unanimidades. Es lo contrario al silencio y al miedo, a la mediocridad y a las renuncias. Es lo más próximo a la integridad.
La tolerancia es una virtud que no siempre caracteriza a la democracia. Sin embargo, esa virtud alude a su sustancia. La ética, que debería integrar la práctica de la democracia, está constituida por el reconocimiento del derecho del otro, por el respeto a las minorías, por la necesidad de dudar, por la capacidad de debatir sin temor.
El poder tiene miedo a la tolerancia. Y el poder absoluto tiene pavor a la tolerancia y a la libertad. Tiemblan las dictaduras, cuando la gente ejerce su derecho y cuando incurre, pese a las policías políticas, en la osadía de gritar sus angustias y sus sueños.
El drama de la Cuba cautiva por la dictadura, el silencio impuesto a gente con vocación de libertad, tiene que ver con el riesgoso vicio de pensar y con el miedo a un pueblo digno. Miedo que explica la eternidad de la dictadura. Miedo a rendir cuentas de sus años en el poder.