Tiempos del ayer: la Semana Mayor
En nuestra niñez vivimos cosas maravillosas y mi generación a la cual la llamo, a título personal, “generación transición”, nació en un mundo análogo y a fuerza de las circunstancias hemos evolucionado junto a la tecnología que actualmente existe. Somos los últimos rebeldes que tenemos conciencia y buenos recuerdos de esa niñez corriendo tras un balón, jugando cacho, bolichas, plancha, picher, ñoco, alquilando bicicletas y todo lo que nacía en esa creatividad de 2 a 6 de la tarde porque antes de que anocheciera teníamos que regresar a casa; la generación libre de videojuegos, de wifi, de celular, libres del veneno de las redes sociales… No odio la tecnología, de hecho; solo detesto el mal uso que se le da, tenemos todo al alcance de un dedo y muchos, en vez de adquirir nuevos conocimientos, se embarcan en una especie de lucha emocional dentro de este ciberespacio, diluyéndose entre la ficción y la realidad. El tiempo se va y no regresa, es verdad que el tiempo es eterno, pero para el ser humano es efímero, es inclemente, no perdona… Disculpen, a lo mejor en esta época me pongo un tanto intolerante, pero el aroma de estas fechas me hace añorar la época de Semana Santa, cuando se experimentaban otras emociones. Recuerdo la campiña manabita y su gente celebrar la Semana Mayor de domingo a domingo, respetar las tradiciones religiosas, leer la Biblia en familia, compartir experiencias y cuentos del tío cheque, el tío grillo, el tío tigre, etc., en noches alumbradas por candiles de querosín. Esa mesa del almuerzo del día Viernes Santo se viene a mi mente y la veo llena con los doce platos: picante de atún o sardina, ensalada de fréjol tierno, huevos rellenos, viche (la fanesca montubia), torta de choclo, arroz, pan de almidón, tortilla de maíz, gato enchalado o niño envuelto, torta dulce de yuca, arroz con leche, colada de maduro y otras guarniciones más, las personas transitaban alrededor de esta sirviéndose y disfrutando de los manjares hechos por las manos de mujeres alegres y cocinadas al zumbido de las llamas en el horno de leña. A la mañana siguiente, a mediodía, se escuchaban los disparos con la rubber o chimenea (ambas escopetas) anunciando el Sábado de Gloria; el domingo, al tercer día, Jesús ascendía al reino del Padre, se asistía a misa y con la fe más fuerte se retomaban las actividades de la semana. Creo firmemente que es deber de las antiguas generaciones mostrar a las actuales estos tiempos de alegoría, fe y tradiciones; que la modernidad no debe acabar con el pasado; que lo nuevo no siempre es lo mejor, más bien ambos deben converger y guiar a la comunidad por la senda de mejores días para todos, pues quien desconoce su pasado, su identidad cultural, sus orígenes, se convierte en un ser alienado, lleno de costumbres y celebraciones ajenas a su terruño.