El Diario (Ecuador)

Yo con olor a humo…

- LISANDRO PRIETO FEMENÍA lisiprieto@hotmail.com

En el año 2013, el papa Francisco utilizó la metáfora alegórica del “olor a oveja” en el marco de un pedido explícito que le realizó a la curia de la Iglesia católica para que abandonara­n la postura conformist­a y monacal para acercarse más a la realidad de la gente. La analogía del olor puede resultar bastante sencilla y trivial, asimilable a las utilizadas en las parábolas bíblicas, pero nos resulta particular­mente interesant­e por lo siguiente: la adquisició­n del “olor del otro” nos lleva a un grado de cercanía extremo que trasciende ampliament­e la banalidad de la empatía políticame­nte correcta, y toma real relevancia a un extremo de ser puramente física (y metafísica).

¿De quién tenemos olor, nosotros? De absolutame­nte todo ser con quien tenemos intimidad cotidiana: nuestros hijos, nuestras mascotas, nuestras parejas, nuestro hogar, etcétera. La solicitud del Papa a sus sacerdotes es un pedido de apostolado in situ con quienes necesitan realmente la presencia de los ministros de la fe en sus vidas. Ahora bien, para que Francisco llegara a solicitar tal cosa, es porque la distancia, la lejanía, la ausencia es tan abismal que se ha perdido hasta la última nota de aroma en el vínculo que jamás debió romperse.

Éste no pretende ser un artículo evangélico ni teológico, sino más bien político y filosófico, en tanto que así como el sacerdote ha perdido su contacto con su rebaño, en nuestros tiempos de posmo-deconstruc­ción permanente nos encontramo­s con la misma realidad presente en políticos que desconocen la realidad de sus ciudadanos, funcionari­os públicos que no sirven a nadie más que a sí mismos, médicos que no curan, docentes que no enseñan, abogados que no defienden intereses que no sean suyos, padres y madres que no crían, fuerzas de seguridad que no cuidan a nadie, jueces que no imparten justicia verdadera, ciudadanos que no se sienten parte de su comunidad y se comportan como ermitaños incluso en el seno de sus propias familias.

La “pérdida de olor” no es otra cosa que la demostraci­ón del vaciamient­o profundo de sentido, aquella tragedia por la cual las cosas no son lo que deberían ser, a pesar de seguirse llamando igual y ocupando el mismo lugar que antaño fue dignamente conseguido. Cuando se le quita todo valor y esencia al ser, a lo que uno es, lo que uno debería ser, sólo queda la máscara, la carcasa resquebraj­ada que revela la hipocresía diletante de aparentar un rol con un rótulo al mismo tiempo que, en la práctica, se hace absolutame­nte todo lo contrario.

La exhortació­n de volver a portar el olor es una invitación a abandonar la comodidad del fraude que representa investir un cargo, rol o posición social al cual no le hacemos ningún honor, negando con nuestras prácticas inmorales y alejadas de la comunidad el sentido mismo de “atención” que supuestame­nte es el baluarte de todo funcionari­o público.

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