La predicación de Jesús: un llamado a la Paz
Una de las peticiones más frecuentes en nuestras oraciones y discursos está encaminada a implorar la paz en el mundo. Paz y amor son tal vez las palabras más usadas en nuestro léxico, pero de tanto manipularlas han perdido su fuerza y el profundo significado que encierran.
Todos queremos la paz, pero la guerra ha sido siempre nuestra compañera de viaje, porque con nuestras actitudes egoístas dividimos y marginamos, utilizamos y destruimos a quienes no piensan y actúan como nosotros.
Toda la predicación de Jesús es un llamado a la justicia, a la paz y a la misericordia. En muchas ocasiones condena el comportamiento de los fariseos que abusan de los pobres y juzgan sin piedad a los demás. Los cristianos no podemos permanecer indiferentes ante este clamor, debemos convertir en oración las peticiones de paz y, a la vez, comprometernos a trabajar por la justicia y la reconciliación. Nuestra vocación cristiana nos urge a vivir las exigencias de la justicia en todos los ámbitos de nuestra vida y a salir en defensa de quienes no pueden hacer valer sus derechos. No podemos quedarnos en lamentaciones y acusaciones, sin analizar primero nuestro comportamiento no siempre justo y caritativo. El Señor quiere que tratemos de remediar las injusticias que se comenten en el mundo, empezando por las que suceden en nuestra casa, empresa o comunidad.
Del corazón del hombre surgen las buenas acciones, pero también todos los males. Cuando nos alejamos de Dios y negamos su existencia, terminamos destruyendo al hermano, alteramos el orden familiar y social y arrasamos con la creación. Cuando con nuestro buen testimonio acercamos a otros a Dios estamos construyendo un mundo humano y fraterno, porque más vale una buena acción que miles de palabras alusivas al amor, que solo manifiestan sentimientos pero no compromisos concretos. El mundo está cansado de falsos ofrecimientos y de promesas incumplidas por aquellos que han hecho de la mentira su carta de presentación. Si tenemos el corazón armado de soberbia será un sarcasmo hablar de paz y reconciliación; mientras no estemos en paz con Dios, con nuestra familia y con los vecinos será inútil el abrazo de paz que muchas veces nos intercambiamos en las ceremonias religiosas y en actos sociales.
Nuestra fe nos urge a no eludir jamás el compromiso de defender los derechos humanos: el derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a una vivienda digna, a la libertad para expresar nuestros pensamientos y compartir con los demás las enseñanzas que Jesús nos dejó.
Hacer realidad la bienaventuranza de la paz es nuestra misión. Es el don que nos dejó Jesucristo: “La paz les dejo, mi paz les doy, no como la da el mundo”. Son llamados hijos de Dios los que han aprendido el arte de la paz y lo ejercen, saben que no hay reconciliación sin el don de la propia vida, y que la paz hay que buscarla siempre y en todo momento. Esa no es una obra autónoma fruto de las propias capacidades, es manifestación de la gracia recibida por Cristo, que es nuestra paz, que nos ha hecho hijos de Dios (Cf. P. Francisco, catequesis semanal, 15.04.2020).
Con la ayuda de Dios, hagamos que cada familia sea una escuela de paz, educando a los hijos para la convivencia, el servicio, la fraternidad y la reconciliación entre todos. Empecemos a caminar juntos en la familia, escuchándonos atentamente y con respeto.
Del corazón del hombre surgen las buenas acciones, pero también todos los males. Cuando nos alejamos de Dios y negamos su existencia, terminamos destruyendo al hermano, alteramos el orden familiar y social.
Nuestra vocación cristiana nos urge a vivir las exigencias de la justicia y a defender a quienes no pueden hacer valer sus derechos.