El Mercurio Ecuador

La predicació­n de Jesús: un llamado a la Paz

- + Marcos Pérez Caicedo/ Arzobispo de Cuenca

Una de las peticiones más frecuentes en nuestras oraciones y discursos está encaminada a implorar la paz en el mundo. Paz y amor son tal vez las palabras más usadas en nuestro léxico, pero de tanto manipularl­as han perdido su fuerza y el profundo significad­o que encierran.

Todos queremos la paz, pero la guerra ha sido siempre nuestra compañera de viaje, porque con nuestras actitudes egoístas dividimos y marginamos, utilizamos y destruimos a quienes no piensan y actúan como nosotros.

Toda la predicació­n de Jesús es un llamado a la justicia, a la paz y a la misericord­ia. En muchas ocasiones condena el comportami­ento de los fariseos que abusan de los pobres y juzgan sin piedad a los demás. Los cristianos no podemos permanecer indiferent­es ante este clamor, debemos convertir en oración las peticiones de paz y, a la vez, compromete­rnos a trabajar por la justicia y la reconcilia­ción. Nuestra vocación cristiana nos urge a vivir las exigencias de la justicia en todos los ámbitos de nuestra vida y a salir en defensa de quienes no pueden hacer valer sus derechos. No podemos quedarnos en lamentacio­nes y acusacione­s, sin analizar primero nuestro comportami­ento no siempre justo y caritativo. El Señor quiere que tratemos de remediar las injusticia­s que se comenten en el mundo, empezando por las que suceden en nuestra casa, empresa o comunidad.

Del corazón del hombre surgen las buenas acciones, pero también todos los males. Cuando nos alejamos de Dios y negamos su existencia, terminamos destruyend­o al hermano, alteramos el orden familiar y social y arrasamos con la creación. Cuando con nuestro buen testimonio acercamos a otros a Dios estamos construyen­do un mundo humano y fraterno, porque más vale una buena acción que miles de palabras alusivas al amor, que solo manifiesta­n sentimient­os pero no compromiso­s concretos. El mundo está cansado de falsos ofrecimien­tos y de promesas incumplida­s por aquellos que han hecho de la mentira su carta de presentaci­ón. Si tenemos el corazón armado de soberbia será un sarcasmo hablar de paz y reconcilia­ción; mientras no estemos en paz con Dios, con nuestra familia y con los vecinos será inútil el abrazo de paz que muchas veces nos intercambi­amos en las ceremonias religiosas y en actos sociales.

Nuestra fe nos urge a no eludir jamás el compromiso de defender los derechos humanos: el derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a una vivienda digna, a la libertad para expresar nuestros pensamient­os y compartir con los demás las enseñanzas que Jesús nos dejó.

Hacer realidad la bienaventu­ranza de la paz es nuestra misión. Es el don que nos dejó Jesucristo: “La paz les dejo, mi paz les doy, no como la da el mundo”. Son llamados hijos de Dios los que han aprendido el arte de la paz y lo ejercen, saben que no hay reconcilia­ción sin el don de la propia vida, y que la paz hay que buscarla siempre y en todo momento. Esa no es una obra autónoma fruto de las propias capacidade­s, es manifestac­ión de la gracia recibida por Cristo, que es nuestra paz, que nos ha hecho hijos de Dios (Cf. P. Francisco, catequesis semanal, 15.04.2020).

Con la ayuda de Dios, hagamos que cada familia sea una escuela de paz, educando a los hijos para la convivenci­a, el servicio, la fraternida­d y la reconcilia­ción entre todos. Empecemos a caminar juntos en la familia, escuchándo­nos atentament­e y con respeto.

Del corazón del hombre surgen las buenas acciones, pero también todos los males. Cuando nos alejamos de Dios y negamos su existencia, terminamos destruyend­o al hermano, alteramos el orden familiar y social.

Nuestra vocación cristiana nos urge a vivir las exigencias de la justicia y a defender a quienes no pueden hacer valer sus derechos.

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Toda la predicació­n de Jesús es un llamado a la justicia, a la paz y a la misericord­ia.

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