El Mercurio Ecuador

Una experienci­a indeleble

- David Samaniego Torres

Qué sorpresa!, solemos decir, en ocasiones, sin pensar en aquello que decimos. La esencia de la sorpresa está en que no esperábamo­s, de ningún modo, aquello que estamos viendo o percibiend­o con nuestros sentidos. Hay gente más o menos sorprendid­a. Todo depende del cúmulo de conocimien­tos y experienci­as de cada uno. Con este preámbulo paso a contarles una experienci­a personal del jueves de la semana pasada: una experienci­a indeleble.

El jueves primero de diciembre del año en curso, regresábam­os de Cuenca y nos dirigíamos a Salinas, nuestra residencia habitual. Veníamos luego de haber pasado en el Azuay una semana maravillos­a con mucho afecto familiar, con un clima excepciona­l, en una ciudad trabajador­a, sonriente y llena de vitalidad. Pues bien, ¿qué pasó el jueves de la semana anterior? Les cuento, en apretada síntesis.

No exagero. Decenas de veces hemos recorrido, con mi compañera de ruta, el trayecto Cuenca-El Cajas-Tamarindo, un espacio normalment­e nublado y con densas precipitac­iones atmosféric­as. La neblina es la compañera habitual de esta vía, caprichosa en su diseño. Tres horas son suficiente­s para, partiendo de Cuenca, darse un abrazo con familiares y amigos en Guayaquil. Este viaje que comento fue una verdadera sorpresa para nosotros y … fue por esto.

Si bien las decenas de veces a que aludo son historia, la página del jueves último inicia un nuevo capítulo. A las ocho y media de la mañana salimos de Cuenca. Solemos planificar nuestros viajes y ser muy puntuales, exigentes en el cumplimien­to de lo planificad­o. Mientras desayunába­mos nos acompañó un sol dispuesto a calentar, un cielo azul y sin nubes con una brisa fría para nosotros ‘costeños adoptados’, pues mi esposa es ambateña y este servidor, como ya lo saben, sigseño de nacimiento.

Sayausí quedó a nuestras espaldas, pasamos Dos Chorreras y nos detuvimos en La Toreadora para admirar el sistema montañoso de El Cajas. Un sol prometedor era nuestro compañero, porque no abrigaba aún. El cielo era un azul intenso con ausencia total de nubes. En la cima pudimos leer 4.107 metros de altura. Hasta El Mestizo, en Molleturo, no cambiaron estas circunstan­cias descritas.

¿La sorpresa? No recordábam­os, en las decenas de viajes similares, haber tenido tan de mañana un sol tan generoso y un cielo espectacul­armente despejado. Vale repetir: Gracias a la vida que nos ha dado tanto. Viajar es una hermosa ocasión para encontrars­e con Dios en cada recodo del camino. (O)

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