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LA RUTA SELVÁTICA HACIA LA CIUDAD PERDIDA DE COLOMBIA

Teyuna era el centro político, social y espiritual de los taironas. Esta antigua urbe, hoy próxima a Santa Marta, era el hogar de unas 4.000 personas durante su apogeo, hace unos 1.000 años.

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En Machete Pelao se termina el camino. El auto da la vuelta. A partir de ese pequeño pueblo en el interior montañoso de la costa caribeña de Colombia, solo se puede seguir a pie o a lomo de mula. Quien quiera descubrir Teyuna, la ciudad en ruinas de los indios taironas en la profundida­d de la selva, debe caminar cuatro días por el “infierno verde”.

Así llamaban los buscadores de tesoros en su momento a la selva en la zona de Sierra Nevada,

cerca de Santa Marta, en la que los mosquitos transmitía­n la fiebre amarilla y acechaban serpientes, escorpione­s y jaguares. Y eso que son solo unos 25 kilómetros hasta la Ciudad Perdida.

A través de un subtropica­l bosque nublado, el camino sigue por senderos fangosos y puentes colgantes tambaleant­es, a través de arroyos de montaña. “Es agotador, pero también una bendición”, dice Marco Pollone. En Perú se puede llegar a Machu Picchu también en tren, autobús y teleférico. Más de un millón de turistas visitan en años normales las famosísima­s ruinas de la ciudad inca.

La caminata hasta Teyuna, el segundo sitio precolombi­no más grande de Latinoamér­ica, la suelen hacer apenas unas 25.000 personas al año, relata el guía. Por eso, también están en esta excursión Anina Gengenbach­er y Johanna Fritz.

Para las dos amigas alemanas el revuelo en torno a Machu Picchu era demasiado. En su viaje por Sudamérica buscaban “sensacione­s de aventura a lo Indiana Jones” sin turismo de masas.

Con paz para el turismo

El calor en la selva es brutal. La elevada humedad del aire y las constantes subidas y bajadas cuestan esfuerzo. Pero Anina y Johanna están en forma. Otros en el grupo lo están menos. Por suerte, Marco Pollone se detiene una y otra vez para explicar algo sobre plantas o mostrar especies poco comunes de pájaros. También señala plantacion­es de café y superficie­s desmontada­s.

“Allí había hace más de quince años enormes plantacion­es de coca. El tráfico de cocaína de la guerrilla izquierdis­ta y los paramilita­res de derecha florecía”, explica el guía.

Luego de que la guerrilla secuestrar­a en 2003 a ocho turistas y los liberara meses después, los militares colombiano­s tomaron el control de la región. Pero no fue hasta que se firmó el acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno en 2016 que el sendero a la Ciudad Perdida vol

vió a recibir turistas.

Por la tarde, el grupo llega agotado al primer campamento, que está justo junto a un pequeño río. A través de un puente colgante se llega al otro lado, donde está el espacio para dormir. Hamacas paraguayas, literas, redes contra mosquitos y a descansar. Pero quien no tenga consigo tapones para los oídos, no cerrará un ojo a causa del fuerte croar de los sapos.

Los sonidos de la selva

A la mañana siguiente, el guía Marco se sumerge con su grupo de excursioni­stas en las profundida­des de la zona boscosa de los koguis, el pueblo indígena que sucedió a los taironas. En todas partes se oye piar, crujir y croar. Coloridos papagayos y tucanes observan desde los árboles. Huele a orquídeas y a tierra húmeda.

Con la lluvia nocturna, los caminos se convirtier­on en toboganes naturales. Es un misterio cómo los koguis se mueven con paso firme aquí. Sus pantalones y túnicas blancas están impecables. “El blanco simboliza para ellos la pureza y la nieve en las cumbres de más de 5.700 metros de la Sierra Nevada”, explica Marco.

De repente, se ilumina el bosque. Se ven las primeras cabañas circulares de barro y madera. Los techos están cubiertos con hojas de palmera. Huele a madera quemada. Los koguis rodearon su asentamien­to con un cerco. Marco Pollone explica el porqué: “Antes muchos turistas entraban sin preguntar en las cabañas, sacaban fotos de sus habitantes e incluso pisoteaban los jardines”.

Desde la distancia se ve a los indígenas sentados junto a un fogón. Los hombres llevan “poporos” colgando del cuello: calabazas ahuecadas en las que guardan hojas de coca y polvo de conchas de mar. Masticar

esa mezcla genera un efecto estimulant­e.

La planta de coca tiene un papel central en la vida cotidiana, pero también en las ceremonias espiritual­es de este pueblo originario. Los koguis evitan a los turistas. Pero a la vez viven de ellos. Trabajan como guías o transporta­n víveres a los campamento­s.

Ahora el sendero se vuelve más empinado. Los caminos de piedra colocados por los taironas ofrecen algo de sostén. Sin embargo, hay que trepar. Por la tarde, el grupo llega al campamento Paraíso Teyuna, el último en el ascenso hacia la Ciudad Perdida.

Escaleras finales

Tras un desayuno potente con café, huevo y banana fritos y tostadas con mermelada de papaya, bien temprano por la mañana comienza el ascenso, sin mochilas, a la Ciudad Perdida.

Sobre rocas resbalosas, el grupo se abre camino por la selva. De repente, aparece una escalera de piedra con musgo. Es la entrada que finalmente lleva a la Ciudad Perdida.

La escalera sube en vertical una pendiente escarpada cubierta de vegetación. Es inevitable volver a sentirse Indiana Jones. Tras 1.200 escalones de piedra, se llega a la meta. Arriba se abre un espacio rodeado de árboles altos.

La ciudad en ruinas se ubica de forma espectacul­ar sobre la cresta de una montaña a una altura de entre 950 y 1.300 metros. Senderos de piedra y escaleras unen unas 200 terrazas y plazas, sobre los que los taironas tenían en su momento cabañas de madera. “Se estima que aquí vivían unas 4.000 personas en su apogeo hace unos 1.000 años”, señala el guía Marco. “Teyuna era el centro político, social y espiritual de los taironas”.

Pero la ciudad cayó en el olvido por siglos. El bosque tapó templos, muros de piedra y terrazas en las escarpadas laderas del valle alto del río Buritaca. Fue un buscador de tesoros, Florentino Sepúlveda, quien en 1975 redescubri­ó la Ciudad Perdida. La noticia corrió como reguero de pólvora. Pronto llegaron más buscadores de tesoros a Santa Marta.

Pocos años después, el Gobierno asumió el control. Así es que en la actualidad la mayoría de las piezas valiosas se pueden apreciar en el Museo del Oro Tairona en Santa Marta. Casi dos kilómetros cuadrados fueron liberados ya por los arqueólogo­s. Pero una gran parte de la antigua ciudad en ruinas sigue inexplorad­a. La mejor época para esta excursión es la seca, que va de diciembre a marzo, así como en los meses de junio y julio.

En septiembre, la Ciudad Perdida se cierra para rituales indígenas.

‘Aparece una escalera de piedra con musgo. Es la entrada que al fin lleva a la Ciudad Perdida’.

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