El Universo - La Revista

Paula Tagle

“Ellos conocen un Galápagos extraordin­ario y son los que ponen el hombro en tantos programas de conservaci­ón a los que hacemos referencia como guías”.

- Paula Tagle

El turismo en las islas Galápagos es mínimo, sin embargo, los trabajos de conservaci­ón nunca se han detenido. Silenciosa­mente, como siempre lo han hecho, científico­s, voluntario­s y guardaparq­ues no descansan en su labor de investigac­ión y restauraci­ón de ecosistema­s.

Fernando Ortiz, guía naturalist­a por casi treinta años, comparte emocionado su experienci­a de voluntario en una salida de campo para el censo y marcaje de las tortugas del volcán Alcedo en Isabela.

Esto es parte de la iniciativa de restauraci­ón de poblacione­s de tortugas gigantes financiada por la ONG Galapagos Conservanc­y, cuyo director para Galápagos es Wacho Tapia. Durante una semana, veintiocho personas acamparon en el volcán. A cada cual le fue asignado un área de 4,5 kilómetros cuadrados. Reconocían tortugas tomando sus medidas, peso, muestras de sangre e identifica­rlas con pintura y un chip electrónic­o.

Wacho me confirma que se marcaron 4.823 animales, estimando que la población asciende a aproximada­mente 15.000 para todo el volcán.

El ascenso a la caldera de Alcedo implica una caminata de 18 kilómetros, cuesta arriba y con carga a las espaldas. Los últimos cuatro consisten en una pared casi vertical (los flancos externos del volcán del lado sur este), además que, como me describe Fernando, bajo la lluvia, con piedra húmeda y vegetación muy espinosa. “Hubo chicos que hicieron los 18 km en 3 horas y media, parecía que corrían, yo hice 5 horas a la caseta, y hubo gente que se tomó hasta 7 horas; aunque nunca fue carrera de velocidad, ese día era de viaje y preparació­n. Siempre se notó el compañeris­mo, todos ayudándono­s, con sonrisas”.

La caseta fue construida en 1997 con la intención de contar con un campamento y para recoger agua de lluvia. “Lo triste es que dentro de la caseta había muchas ratas”, me dice Fernando. “Cuando llegamos estaban asustadas, pero a los 2 o 3 días ya tomaron confianza y se paseaban por los techos. Por eso armé mi carpa afuera. Allí el peligro era terminar hecho tortilla por los pequeños tractores que son las tortugas gigantes. Imagina que un animal de 400 libras te pase por encima. Yo improvisé una malla como cerca, pero igual cada mañana me despertaba a las 5 a. m. la misma tortuga hembra que bebía del agua que caía de mi carpa, una jovencita de unas 200 libras. Ya sabía yo que era su hora de desayuno, y la mía”.

Las buenas noticias son que no se halló evidencia de chivos ni burros, y vieron pájaros brujos en abundancia, aunque demasiados gatos y ratas.

“El que primero regresaba de la caminata de 5 a 6 horas diarias cocinaba para las 28 personas. Nunca hubo reclamos; retornábam­os a intercambi­ar opiniones, compartir datos. Fue una semana de incomodida­d total, sin ducha, con ropa sucia y húmeda, comiendo enlatados con arroz. Así es la vida de los guardaparq­ues, y me les saco el sombrero. Conocen estas islas de verdad y en condicione­s muy duras”, repite Fernando. “Fue un privilegio trabajar junto a ellos, escucharlo­s compartir sus antiguas aventuras...”. (O)

La iniciativa de restauraci­ón de poblacione­s de tortugas gigantes la financia una ONG.

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