Un gesto de hondo contenido humano: Pablo y Jacinta descansan en paz
Pablo y Jacinta Sandiford Amador, se hallaban sepultados en el cementerio de Durán, un lugar impropio, descuidado y sucio que debiera merecer atención del municipio de esa ciudad.
En bóvedas muy humildes, a contramano de su grandeza histórica, dos héroes deportivos nacionales, Pablo y Jacinta Sandiford Amador, se hallaban sepultados en el cementerio de Durán, un lugar impropio, descuidado y sucio que debiera merecer atención del municipio de esa ciudad por respeto cristiano a los difuntos.
El miércoles anterior, Parque de la Paz, sensible a la historia, decidió llevar a su camposanto los restos de las dos leyendas. No han sido la Federación Deportiva Nacional, peor la del Guayas, ni la Federación Ecuatoriana de Básquetbol o la Secretaría del Deporte los que le dieron dignidad a la memoria de quienes entregaron una crecida dosis de gloria al país deportivo.
Ya sé lo que van a contestar en largas cartas a nuestro Diario: “Nuestra función no es enterrar deportistas”. Eso lo sabemos: su función es enterrar al deporte, como lo han hecho los dos emblemas de “La Nueva Era”: Pierina Correa y Rosa Rada.
Pablo y Jacinta Sandiford fueron los más famosos de la dinastía sepia que surgió en Durán. Pablo jugó más de 30 años básquet de alto nivel no solo nacional, sino también internacio
nal. Surgió en el club Ferroviarios a fines de 1939, cuando estaba en segunda categoría. Guiado por su hermano Severo fue creciendo técnicamente hasta que el 11 de diciembre de 1940 debutó internacionalmente formando como refuerzo en el club Unión ante la selección de Colombia. El 21 de ese mes volvió a medirse Unión con los norteños. Fue esa la gran noche del moreno de Durán.
Así comentó en El Telégrafo el doctor Francisco Rodríguez Garzón la victoria unionista y la actuación de los porteños: “Al salir de la cancha Pablo Sandiford, automáticamente ha entrado por la brillante y esplendorosa puerta de la fama. Todo lo que podamos decir de la actuación del moreno y enjuto player local sería un pálido reflejo de lo que constituyó su comportamiento en el court. Dinámico, escurridizo, pleno de fibra y calidad, se convirtió en el más notable jugador de su equipo y de todo el campo. Con una habilidad sin igual perforó una y otra vez hasta llegar a la obtención de 39 tantos el aro colombiano, en medio del desconcierto absoluto de la guardia rival que jamás pudo contener su vivacidad y precisión”.
En adelante todo fue grandeza. Fue famoso en Sudamérica por su papel en los torneos surcontinentales. En Argentina lo bautizaron como la Araña Negra. América entera le rindió un homenaje por haber jugado los sudamericanos desde 1941 hasta 1971. Fue campeón nacional con Guayas durante casi 40 años. Deslumbró dondequiera que se presentó. En Costa Rica, en 1949, en una gira reforzando a Athletic de la que el club volvió invicto, fue proclamado –junto a Fortunato Muñoz– como los mejores jugadores que habían pasado por ese país.
Fue parte muy importante de la generación de oro del básquet ecuatoriano, la que paseó su clase por las canchas de América, aquella inolvidable challada que formaron Gonzalo Aparicio, Herminio García, Samuel Cisneros (parte del Ferroviarios inmortal), Alfredo Arroyave, Gabriel Peña, Pepe Díaz Granados, Cuto Morán, Alfonso Quiñónez, Fortunato Muñoz, Víctor Andrade y Miguel Cuchivive Castillo. Pero Pablo no fue solo un enorme basquetbolista. También jugó fútbol en Ferroviarios en
1950 como centromedio. En ese equipo jugaba también su hermano Pío, otro de los grandes del baloncesto.
Y fue el recordado maestro Rómulo Viteri, quien, al ver saltar a Jacinta para tomar los rebotes en el viejo coliseo Huancavilca, el que advirtió que en las canchas de básquet también había una gran atleta. No se equivocó, pues Jacinta empezó a destacar las pruebas cortas de pista y en el salto alto, hasta convertirse, en esta especialidad, como la mejor del país.
El 25 de febrero de 1951, en el estadio de Racing Club, se inauguraron los I Juegos Deportivos Panamericanos. La delegación ecuatoriana desfiló con uniformes deportivos grises que habían sido adquiridos a última hora en un almacén de Buenos Aires. Sobre el pecho de la improvisada casaca lucía una insignia de la Federación Deportiva Nacional del Ecuador.
La delegación ecuatoriana de atletismo estaba presidida por Ernesto Sáenz Queirolo y la componían Andrés Fernández Salvador, Aída Mawyín y Jacinta Sandiford, Carmen Matos, Leonor Esteves, Édgar Andrade y Jacinto González Patterson:
El 6 de marzo de 1951, día de la clausura de los Juegos, Jacinta acababa de correr con sus compañeras Matos, Esteves y Mawyín el relevo de 4x100 metros planos, cuando fue llamada para la prueba de salto alto.
No respuesta del esfuerzo empezó pidiendo que la vara sea colocada a 1,35 metros, altura que pasó con gran facilidad. Las favoritas Clara Muller, de Brasil –campeona sudamericana en 1949–, la chilena Lucy López y las estadounidenses Evelyn Laprer y Nancy Patton estaban observando a nuestra representante. Había nerviosismo entre ellas, pues Jacinta, que no estaba en los cálculos de victoria de los expertos, había demostrado gran suficiencia técnica. Cuando la vara fue puesta a 1,40 metros, Jacinta, con impecable estilo “californiano”, volvió a pasar el tope fácilmente.
Nuestra atleta pidió entonces subir la vara a 1,45 metros. Fue hasta donde se hallaba su técnico, el licenciado Rómulo Viteri, quien le infundió confianza y le dio consejos. Jacinta se colocó frente al foso de saltos, alzó sus brazos para respirar profundamente. Se agachó ligeramente y emprendió la carrera. Su primer intento fue exitoso, pues logró pasar encima de la vara. Sus rivales debieron emplear dos y hasta tres intentos para superar el listón.
Rómulo Viteri pidió la vara en 1,50 metros, una marca que Jacinta había sobrepasado ya en entrenamientos. Ninguno de los tres intentos fructificó. Las rivales de Jacinta tampoco rebasaron la marca. En consecuencia, el resultado de la prueba iba a decidirse por el paso del 1,45 metros. La mesa de control empezó la labor de clasificación. De repente, ante la sorpresa del público que se hallaba en buen número en el estadio, se anunció la colocación final: En primer lugar, campeona panamericana de salto alto y medalla de oro con 1,45 metros, nuevo récord panamericano, Jacinta Sandiford, de Ecuador.
En los lugares posteriores, con la misma marca, pero mayor número de intentos, se ubicaron Lucy López (Chile), Julia Arpissi (Argentina), Gladys Ervetta (Argentina) y Evelyn Laprer (Estados Unidos). Eliminadas en los primeros intentos quedaron María Cuculisa (Perú), Luisa García (Argentina) y Nancy Patton (Estados Unidos).
Por los parlantes del estadio se llamó al presidente de la delegación ecuatoriana para que entregara la presea dorada a nuestra atleta. Para sorpresa del público y de las delegaciones, en tan emotivo instante, el dirigente nacional no estaba presente. El presidente de la delegación de atletismo, Ernesto Sáenz Queirolo, concurrió a reemplazarlo para evitar un bochorno y fue este caballero quien puso en el cuello de Jacinta Sandiford Amador la primera medalla de oro ganada por Ecuador en los Juegos Panamericanos, mientras se escuchaba el himno nacional.
El 14 de abril, por vía aérea, retornó la delegación nacional. Jacinta Sandiford fue la primera en descender del avión para ser saludada por un inmenso público que se había congregado a recibirla. Lucía en su cuello la medalla de campeona panamericana y un diploma que suscribían como presidentes de los Juegos, Juan Domingo Perón y Eva Duarte de Perón.
La morena y sencilla mujer de nuestro pueblo, orgullo de una familia de deportistas de fuste, había hecho vibrar aceleradamente los corazones ecuatorianos con una victoria enorme, eterna, inolvidable. Fue la primera deportista ecuatoriana en dar a nuestro país una medalla panamericana.
Fue el recordado maestro Rómulo Viteri, quien, al ver saltar a Jacinta para tomar los rebotes en el viejo coliseo Huancavilca, advirtió que en las duelas también había una gran atleta.