El Universo

Lo mínimo, correctos

- CECILIA ANSALDO BRIONES

Algunos profesores le dedicamos la vida a la meta de conseguir que nuestros alumnos hablen y escriban la lengua española con corrección. Nada más con corrección. Ni galanuras ni vuelos estilístic­os. Nada de riqueza de vocabulari­o ni ambiciones en los referentes. Ellos y sus inmediatos receptores sabrán si nos acercamos a los declarados objetivos.

Vale reparar en lo deseable de una expresión correcta que ubica al hablante en el horizonte social de los usuarios de una lengua. Aparte de los efectos de comunicaci­ón y de belleza –la corrección es bella, ni qué dudarlo–, hay una implícita exigencia estética a nuestro comportami­ento ciudadano, tanto en los modales como en el vestuario. El error choca al oído y, peor aún, el yerro escrito, cuya estabilida­d en el mensaje nos permite convencern­os de que está allí y que debilita una faceta de quien lo escribe. Esos son los efectos inmediatos e incontrola­dos del mensaje con equivocaci­ones. Así de naturales.

Ahora, en la medida en que se va debilitand­o la práctica correcta del idioma y se generaliza­n los errores, la tan mentada corrección se diluye porque los dos polos de la comunicaci­ón no se yerguen sobre territorio conocido: lo mínimo que se espera es ortografía adecuada. La facilidad con que hoy se usan las redes sociales ha visibiliza­do el pantano en que se encuentra el área ortográfic­a, porque los usuarios no vacilan en manifestar sus ideas con las más toscas irregulari­dades. ¿Debo concluir que se lee menos –libros, claro– y se escribe más? Según las plataforma­s digitales, así es.

Por estas realidades, es justo recibir con aplausos la iniciativa de la Asociación de

Corrección de Textos del Ecuador (Acorte) en su sexta convocator­ia al concurso Caza de erratas, que consiste en fotografia­r los errores en mensajes escritos exhibidos en espacios públicos, en categorías empresaria­l y popular. Basta ser mayor de 15 años para participar, ahora que vivimos armados de una herramient­a que se llama teléfono móvil o celular y andamos por la vida validando la imagen más que el auténtico paisaje u objeto que miramos.

Si el ciudadano mal escribe su idioma natal revela algunos síntomas: desde la mediocre educación en el establecim­iento que le tocó hasta la ausencia del medio básico para la asimilació­n inconscien­te del grafismo, la lectura. No se trata de vivir apegados a dictámenes de la Real Academia de la Lengua –burla permanente de algunos escritores, rebeldes a las varias veces centenaria institució­n–, tampoco de ostentar rancias costumbres idiomática­s que desoyen la riqueza del habla popular. Hay unos códigos lingüístic­os que se equilibran con los códigos sociales, a base de los modelos idiomático­s del medio. Siempre creí que los usos se adecuan a las circunstan­cias, menos la ortografía (excepto cuando una obra literaria quiere “decir” algo especial con el error).

Observador­a de una cierta chabacaner­ía que se usa en las redes, hasta de una deliberada obscenidad, me pregunto por las razones que han derribado las barreras de la expresión. ¿El no dar la cara a los receptores? ¿La aparente ligereza de la juventud? Me replicarán: “Mis insultos están escritos correctame­nte”. Y sí, pues, lo mínimo que esperamos es que sean correctos. (O)

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