Lo mínimo, correctos
Algunos profesores le dedicamos la vida a la meta de conseguir que nuestros alumnos hablen y escriban la lengua española con corrección. Nada más con corrección. Ni galanuras ni vuelos estilísticos. Nada de riqueza de vocabulario ni ambiciones en los referentes. Ellos y sus inmediatos receptores sabrán si nos acercamos a los declarados objetivos.
Vale reparar en lo deseable de una expresión correcta que ubica al hablante en el horizonte social de los usuarios de una lengua. Aparte de los efectos de comunicación y de belleza –la corrección es bella, ni qué dudarlo–, hay una implícita exigencia estética a nuestro comportamiento ciudadano, tanto en los modales como en el vestuario. El error choca al oído y, peor aún, el yerro escrito, cuya estabilidad en el mensaje nos permite convencernos de que está allí y que debilita una faceta de quien lo escribe. Esos son los efectos inmediatos e incontrolados del mensaje con equivocaciones. Así de naturales.
Ahora, en la medida en que se va debilitando la práctica correcta del idioma y se generalizan los errores, la tan mentada corrección se diluye porque los dos polos de la comunicación no se yerguen sobre territorio conocido: lo mínimo que se espera es ortografía adecuada. La facilidad con que hoy se usan las redes sociales ha visibilizado el pantano en que se encuentra el área ortográfica, porque los usuarios no vacilan en manifestar sus ideas con las más toscas irregularidades. ¿Debo concluir que se lee menos –libros, claro– y se escribe más? Según las plataformas digitales, así es.
Por estas realidades, es justo recibir con aplausos la iniciativa de la Asociación de
Corrección de Textos del Ecuador (Acorte) en su sexta convocatoria al concurso Caza de erratas, que consiste en fotografiar los errores en mensajes escritos exhibidos en espacios públicos, en categorías empresarial y popular. Basta ser mayor de 15 años para participar, ahora que vivimos armados de una herramienta que se llama teléfono móvil o celular y andamos por la vida validando la imagen más que el auténtico paisaje u objeto que miramos.
Si el ciudadano mal escribe su idioma natal revela algunos síntomas: desde la mediocre educación en el establecimiento que le tocó hasta la ausencia del medio básico para la asimilación inconsciente del grafismo, la lectura. No se trata de vivir apegados a dictámenes de la Real Academia de la Lengua –burla permanente de algunos escritores, rebeldes a las varias veces centenaria institución–, tampoco de ostentar rancias costumbres idiomáticas que desoyen la riqueza del habla popular. Hay unos códigos lingüísticos que se equilibran con los códigos sociales, a base de los modelos idiomáticos del medio. Siempre creí que los usos se adecuan a las circunstancias, menos la ortografía (excepto cuando una obra literaria quiere “decir” algo especial con el error).
Observadora de una cierta chabacanería que se usa en las redes, hasta de una deliberada obscenidad, me pregunto por las razones que han derribado las barreras de la expresión. ¿El no dar la cara a los receptores? ¿La aparente ligereza de la juventud? Me replicarán: “Mis insultos están escritos correctamente”. Y sí, pues, lo mínimo que esperamos es que sean correctos. (O)