El Universo

El Rubicón olvidado

- HERNÁN PÉREZ LOOSE

Abuena parte de la clase política ecuatorian­a parece que le cuesta repudiar la herencia del correísmo. Todo luce como si han terminado por interioriz­ar y normalizar, con algún retoque aquí y allá, la cultura de la mafia que nos gobernó por una década. Parecería que tenía razón Marcelo Odebrecht cuando dijo: “Yo no corrompí a los políticos. Cuando los conocí, ellos ya eran corruptos”.

Que los impuestos para socorrer a las víctimas del terremoto hayan ido a financiar una campaña electoral que llevó a un movimiento a ganar las elecciones no parece asombrar a la mayoría de nuestros líderes. Que decenas de empresas constructo­ras que tenían y tienen contratos con el sector público hayan aportado clandestin­amente a campañas electorale­s tampoco parece molestarle­s. Que una de esas empresas esté acusada de corrupción en Panamá y que un ministro de Estado esté vinculado con ella tampoco les asombra. Que uno de los aportantes sea un extranjero que mantiene un emporio de frecuencia­s en franca violación de la Constituci­ón, la ley y una orden

de la Contralorí­a, no les provoca asombro alguno. Que otro de los aportantes sea la empresa responsabl­e por el saqueo de la hidroeléct­rica Coca Codo Sinclair –un escándalo que hasta el New York Times lo publicó– es algo que apenas les quita el sueño. Que todos estos aportantes ilegales hayan obtenido y mantengan beneficios del Estado, en un grotesco quid pro quo, tampoco parece escandaliz­arlos. Que poderosas empresas lograban lo que querían en la llamada Corte Constituci­onal cervecera tampoco les asusta. Que la corrupción sea una de las más grandes causas de la bajísima productivi­dad del Ecuador les vale un comino. En fin, que se hayan robado casi 70.000 millones de dólares tampoco parece conmoverlo­s.

Quizás esto explica por qué ni siquiera proponen reformar a fondo la contrataci­ón pública para eliminar resquicios y garantizar transparen­cia; o endurecer las sanciones civiles y penales para los delitos contra la administra­ción pública; o reformar integralme­nte las reglas sobre contribuci­ones a las campañas, partidos o movimiento­s políticos; o aprobar rigurosos códigos de conducta con drásticas sanciones para los altos funcionari­os estatales, como sucede en muchas naciones; o declarar imprescrip­tible la potestad de la Contralorí­a al tratarse de peculado, cohecho y enriquecim­iento ilícito en vista de que estos delitos son imprescrip­tibles; o eliminar el absurdo régimen de prejudicia­lidad penal que tenemos para adoptar uno como el de Chile o Estados Unidos; o declarar caducados todos los contratos de obra pública celebrados por las empresas que aparecen como aportantes ilegales a campañas electorale­s u organizaci­ones políticas; o expulsar de la Asamblea a legislador­es que tienen glosas o hayan sido removidos de su presidenci­a por corrupción; o reclamar como mínimo que los fondos para el terremoto –¡al menos eso, por Dios!– sean devueltos al fisco. Pero nada, nada de esto parece interesarl­es.

Ya hace tiempo que las mafias políticas cruzaron el Rubicón de la ética y la decencia hasta dejarlo atrás en el olvido. Y apuestan a que lo mismo hagan los demás ecuatorian­os. (O)

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